Si hacemos que las verdades se dobleguen ante las dificultades, se acabó la filosofía.

[Joseph de Maistre (1753-1821), Les soirées de Saint Petersbourg]


lunes, 17 de marzo de 2008

Happening

Raúl Antonio Capote

A Kelly Keiderling
A Robert y Flor
A Tatiana
A mis hijos


...La gente que viene a mi casa es un poco rara,
pero en fin, casi todo el mundo es un poco raro...

Charles Bukowski
SIETE Y MEDIA CON FRÍO.

Recostada al desvencijado chasis de una Leyland, la muchacha sonríe. Lleva un vestido de óvalos rojos. Delgada, el cabello rubio, piernas largas de mujer, rematadas en sandalias de cuero. La cara cubierta de maquillaje parece una máscara.
Alrededor del esqueleto de la Leyland un bosquecito de majaguas se estremece y lanza de vez en cuando una lluvia de flores gomosas. El viento trae fragmentos de risas y música de una fiesta. Hay frío y la muchacha con la piel de gallina finge no sentirlo. Tres jóvenes discuten algo a unos metros de distancia, mientras ella traza círculos con sus sandalias en el polvo. Uno de los muchachos se le acerca y la estrecha por la cintura, ella lo rechaza.
- ¡No!
Dice con firmeza y luego se arrodilla y abre con dedos diestros la portañuela del muchacho. Los otros miran y se palmean los brazos, hay frío, la música de la fiesta les llega a retazos.
- Nicolás, eso a mi no me gusta.
- No seas ratón. ¿Tú eres hombre o qué?
La muchacha parece transparente con el miembro de Nicolás en la boca, y el frío y el semen que se derrama sobre el vestido de óvalos.
- Guajiro, parece que a Tito no le gustan las mujeres.
El guajiro intenta acariciarle los senos por detrás y ella lo empuja con rabia. Ella juega con la tierra, traza círculos con el dedo, luego los rompe, toma puñados de tierra y los amontona en filas y de nuevo forma círculos, mientras escupe y el semen le corre por la comisura de los labios. El otro muchacho se le acerca, su cuerpo tiembla, ella le abre la portañuela y lo mira con sorna.
- ¿Tienes miedo?
La lengua, los labios, se mueven a un ritmo constante, mientras traza círculos en la tierra, un corazón que luego borra, escupe y mezcla la tierra con la saliva y el semen, forma nuevas figuras, escupe sobre los círculos y los corazones y su mirada se pierde en las majaguas.
- ¿Por qué no?
- Son diez pesos más.
Se alejan unos pasos. Cada vez hay más frío y el suelo se cubre de flores. El rayo de luz de un auto logra filtrarse entre los árboles y alumbra la antorcha de la Leyland.
Se tiende sobre una chapa de la carrocería que Nicolás pone en el suelo e intenta una sonrisa, transparente, con sus ojos azules, un pez yerto sobre la chapa de metal, donde sudan uno tras otro. Fuman. El humo de los cigarros, los jadeos, el polvo, la mirada del más allá de la muchacha se condensan y tornan al aire duro, difícil de respirar. De la fiesta llega la melopea del Sex Machin y las risas.
- Música de viejos, parece que viene de los edificios.
La muchacha está sentada con las piernas abiertas. Cuenta el dinero y se lo guarda entre los senos, luego se pone de pie, el semen le corre por las piernas, ella las separa y con un rápido movimiento del índice sobre los muslos lo escurre y lo lanza al suelo.
El cantante repite hasta el cansancio su Sex Machin. Las luces de los edificios, los autos que pasan, el viento frío, la muchacha que dice que se va y esboza una sonrisa mientras se arregla la ropa. Es delgada. Sus ojos azules enormes, le dan un aire desvalido, el vestido de óvalos rojo es una talla más pequeña.
- La voy a acompañar
Dice Tito
- Broder ¿Tú estás loco?
- La voy a acompañar
Tito mira a la muchacha con lastima, sus compañeros se alejan riendo. Salen del bosquecito de majaguas, atrás queda la vieja Leyland con su antorcha encendida. Llegan a los edificios, donde Roberto Carlos quiere ser la canción de alguien, su cama y su mesa.
- Música de viejos
Dice Tito. La muchacha no le presta atención. Desde un balcón lanzan serpentinas a la calle, hay una hilera de autos modernos de carrocería brillante. Rompe la policromía un desvencijado Lada montado en burros. Atraviesan entre los edificios, feos, cuadrados, grises. Edificios prefabricados, colocados en desorden, como si alguien los hubiera lanzado al azar, como en un juego de palitos chinos, crecen como hongos detrás de las casas de los 50, rodeadas de jardines y frutales. La muchacha camina a su lado indiferente. El se imagina que llora, quiere verla llorar y piensa en la telenovela, en la revista Vanidades que le prestó su tía y quiere oírle decir lo hago por necesidad, mi mamá está enferma, mi padre está jubilado y somos trece en el núcleo.
El quiere que llore en su hombro y le diga que no tuvo más remedio. La estrecha por la cintura, la recuesta a una valla que anuncia que Cuba es un eterno Baraguá y la besa en los labios que ella aprieta y se separa y le mira no sin cierto asombro. Las manecillas del antiguo Reloj Club, ahora Tienda Panamericana, marcan la misma hora de siempre.
En la novela, él habla con su tío, -gerente de una firma- y le consigue un trabajo en una tienda TRD (tienda de recuperación de divisas) y la ve con lágrimas de felicidad, agradecida a él que la puso en el buen camino y le brindó la posibilidad de reintegrarse a la sociedad y al padre, obrero ejemplar, hombre de 20 zafras azucareras, combatiente internacionalista, cederista destacado y miliciano, que lo abraza y le agradece, el padre enfermo que le estrecha entre sus brazos y le dice algo sobre el hombre nuevo etc., etc. y sus compañeros del Comité de Base de la Ujotacé felicitándolo por el buen trabajo político ideológico realizado y ellos dos en el campo haciendo trabajo voluntario, sudorosos y felices y a ella tras el mostrador de la tienda, con el uniforme nuevo, perfumada y bella.
En la parada el ómnibus no se detiene, por lo que siguen a pie por el cada vez más tortuoso camino, cada vez más oscuro.
- Déjame yo puedo seguir sola.
- De ninguna manera.
Llegan a un laberinto de cuartos, uno sobre otros, de casuchas hechas de cualquier manera, una pancarta de aluminio sirve de talanquera, todavía se lee en letras rojas sobre verde Socialismo o Muerte, abren y caminan por el borde de un riachuelo de aguas pútridas. Cerca hay un carromato del circo, con peces dibujados y un señor que toca la flauta con cara de dios de los vientos. Un negro sentado en una caja de cervezas, los mira con picardía.
- ¿No te gusta el circo? – Pregunta él – hace poco se inició la temporada con un gran desfile, elefantes, trapecistas, caballos, saltimbanquis, magos, leones.
Ella no responde. Cruzan el arrollo por sobre unas tablas, que sirven de improvisado puente y penetran en una zona iluminada por un bombillo de neón que cuelga de un alambre. Medios puntos llenos de polvo, sacos de yute, zines, latas, viejos anuncios de la Coca-Cola, ronquidos, sombras que pasan sigilosas, olor a humedad y a albañales, a sudor y a orine de gato.
- ¿Falta mucho?
Tito siente miedo.
- ¡Yenai!
Sale el grito de lo más profundo del laberinto. Ella sonríe, pone los brazos en jarra y luego muestra el dinero a sus amigas que le celebran admiradas.
- ¡Eres una bárbara!
Orgullosa le da diez pesos a una de ellas.
- Ve y busca una botella a casa del chino, dile que del bueno.
- ¿Y este?
- Paganini
Todas lo miran y ella ríe con fuerza.
- Mi bacán, ¿verdad que está bueno?
Y todas ríen.
Una de ellas se acerca.
- Cinco baros, socio. Yo no soy tan buena como Yenai, pero mira, yo no tengo dientes.
Y abre la cuenca de su boca desdentada, en medio de las risas, el frío y el olor a orine de gato de la cuartería.
Cienfuegos 1996


BETHSABEE

Una gorda muerde con devoción una pizza chorreante de grasa. El queso, la salsa de tomate, se escurren entre sus dedos, la gorda abre las piernas e inclina el cuerpo y la masa grasienta cae a la acera. Engulle su pizza, el sudor y la salsa le corren por la barbilla. La mujer se sofoca, bebe un trago de refresco y respira profundo. Lleva una raída bata de casa, los botones sustituidos por imperdibles, los pies calzados en unas chancletas de goma con girasoles. Descubre que la miro y sonríe, trata de quitarse el pelo pegado a la frente por el sudor. El astro se ensaña en el cabello rojo donde aflora una raíz más oscura, me observa con desenfado, proyecta el labio inferior en un gesto pueril que pretende ser coqueto y termina en una mueca. Tiene los ojos hermosos, llenos de luz.

- ¿Quiere un pedacito?
Ofrece la pizza aunque por el gesto y el tono parece mucho más lo que brinda
- ¿No quiere? Está sabrosa.
Suspira y el pecho se eleva, dos montañas de carne, después aparenta resignación y pregunta con voz cansada:
- ¿Busca a alguien?
- Me gustaría verla bañarse.
Se lo digo de sopetón, sin preámbulos.
- ¿Pero que se ha creído usted?
Se agita, su rostro enrojece, se congestiona; pero no hay convicción en su protesta, sus ojos emiten señales inequívocas. Hay ansiedad, ansiedad mal disimulada, vapores que mi olfato capta, desazón que se hace ardor en sus ojos y temblor en los labios y en la voz. Insisto, suave, mirándola a los ojos:
- Me gustaría tanto verla bañarse.
Mira nerviosa a los lados, se limpia las manos en la bata y dice bajito:
- Vivo cerca.
Caminamos, por la ciudad semiderruida, entre charcos de agua pútrida. Pasamos por debajo de balcones apuntalados, saltamos montones de basura. Ella evita mirarme. Una esquina, arcos semihundidos en los escombros, mmás basura, más despojos, mugre, roña. SE ACEN DESRIS, dice un letrero en una puerta, un grupo de negras en short, camisetas y rulos saluda a la gorda. Alguien, tira de la manga de mi camisa y ofrece:
- Broder, un pescao fresco, acabadito de coger.
Un pez abisal, sin ojos. Me libero y alcanzo a la mujer.
- Es aquí cerca, ya casi llegamos, es en la Plaza Vieja.
Un medio punto emerge de las ruinas, un frontón, una cornucopia derrama sus frutos sobre las piedras y la cochambre, las frutas ruedan y se funden, maduran y se pierden en los escombros al pie de las ex ventanas abiertas al polvo y a nuestras miradas. Aspiro una bocanada de aire que llega de pronto en una bocacalle. Ahí está la luz, el espacio abierto de la plaza. Apuramos el paso.
Unos niños juegan a la pelota. La plaza tiene la mirada cautiva, amansada. Los palacetes en ruina, sostenidos por los horcones en raro equilibrio, amenazan con reunirse en medio de la explanada. Llegamos a un viejo edificio, el primero en una estrecha callejuela que tributa en el zócalo. Subimos las escaleras, huele a gas, a orine de gato, a excrementos, a aguas albañales. Un colmenar repleto de gente, unos sobre otros, amalgamados. Un cuarto en la azotea, maravilla, todo un privilegio, un cuarto único y solitario que se yergue entre las antenas de televisión, los palomares y las tendederas. Abre la puerta e invita, la pieza es pequeña, escasos los muebles, una cama personal, escaparate, coqueta, sillón, mesa de jugar ajedrez con dos sillas, TV soviético, cuadro de Fidel, (sonriente, carga a un niño que le besa la mejilla), paredes desconchadas, indios de yeso, un afiche de Madonna en una puerta al fondo, en el centro de la habitación un bombillo lleno de excrementos de mosca.
- Siéntese. ¿Quiere café? Es de la chopin.
- No, no deseo café, gracias.
- No tengo más nada que brindarle.
Titubea unos segundos, luego se dirige a la puerta con afiche de Madonna y la abre, la puerta da paso a un receptáculo mitad cocina, mitad baño, enciende la hornilla y la ayudó a poner una lata con agua en el fogón. Un fuerte olor a kerosén invade el cuartico. Resopla, se abanica con un periódico doblado en dos.
- Hace calor.
Introduce los dedos en el agua de vez en cuando.
- Me gusta tibia sabe.
- Desnúdate - le ordenó.
La voz suena ronca, ajena, ella mira, intenta sonreír, otra vez la mueca, hay un brillo extraño en sus ojos. Abre los imperdibles uno a uno, despacio y los va poniendo sobre la meseta, en orden, uno junto al otro.
Primero es una pequeña luz de carne blanca, un triángulo de sol, una frontera de piel quemada y después lechosa. Traigo una silla y me siento frente a la mujer que se desnuda, dobla la bata y la coloca junto a los alfileres, desata el ajustador, de elásticos torcidos y deshilachados, dibujos de sudor en la tela, caprichosos mapas. Libera dos moles de fuerte aureola, el pezón pequeño parece ajeno en tanto volumen, dos peonías en campo graso y albo, se quita el blumer, dice.
- Vivo sola, mis hijos se fueron en el noventa y cuatro.
Y ya nada detiene las palabras, un río desbocado, habla sin pausas, en un tono bajo y chirriante. Se sienta en la meseta junto al fuego, abre las piernas y muestra entre sus muslos el sexo oscuro.
- Mi esposo se fue a trabajar a Siberia, se enamoró de una rusa y se quedó por allá.
Sus senos se agitan, su voz tiembla, separa más las piernas, aroma a marisco, a salitre, oleadas de mar y peces, embriagante.
- Él me juró que regresaba, estábamos ahorrando para comprar el frigidaire…
Es una franja oscura, una tajada de fruta a punto ya de corromperse, sus dedos llegan como por descuido, mi voz es un quejido, el dedo sobre los labios.
- ¡Sí! ¡Sí!
- Él me juró amor eterno, ustedes los hombres…
El dedo descubre, sus ojos interrogan, rosado, delicioso emerge, es un botón, lo frota.
- Si no fuera por los hijos, pasamos hambre, nadie me daba trabajo, pero al final ellos…
No la escucho, ya no la escucho, estoy a punto de enloquecer, con la otra mano prueba la temperatura del agua.
- Ya está.
Y se baja de la meseta. Toda su carne se estremece en el salto, la ayudo a bajar la lata, veo como se mueve su boca, la lengua, pero es el silencio, estoy rodeado de silencio. La mujer se baña despacio, toma el agua con un vaso de plástico rojo y la deja caer sobre su cuerpo, el agua corre, se empoza en los pliegues, en las bolsas del vientre, de las caderas, en las nalgas de una palidez enfermiza, desliza el jabón, se regodea en los senos y en el sexo, juega con el agua, escucho su sangre, el latir enloquecido del corazón, el gorgoteo de la vulva, el aire que es inhalado y expelido cada vez con mayor dificultad. Cada vez estoy más adentro de sus sonidos corporales, nunca había sentido algo tan fuerte, jadeos, suspiros de la carne, no puedo discernir si es ella o su cuerpo el que susurra.
- ¿Por qué no me acompañas?
No me muevo, la gorda alza la lata y deja caer el agua que queda sobre su cabeza, se calza unas chancletas de madera, sale del baño sin mirarme, se acaricia con la toalla. La visión de sus nalgas apelotonadas, llenas de hendiduras y granos me provoca una extraña excitación, escucho el torrente de sus fluidos, de sus gases, es insoportable el roce de la felpa en la piel. Toma la funda de una de las almohadas, una funda deshilachada, sucia, llena de agujeros y cubre el cuadro de Fidel. Se tiende sobre la cama, se ofrece en un gesto doloroso, invita, permanezco quieto al borde del lecho, perdido en sus ruidos, pide, pide, sus brazos piden, la carne pide, escucho, huelo, se desespera, al fin creo que comprende y se queda quieta, introduce tres dedos en la vulva, se amplifican los sonidos, rocas que se despeñan, ríos subterráneos que suben por mis piernas, se desbordan, me inundan, el vaivén cada vez más acelerados de sus dedos, lengua que lame sus senos, mordida.
- ¡Ven coño!
El grito lleva tanto que apaga los demás sonidos y me regresa a la realidad de la mujer que se agita y exige y muerde la sábana.
- ¡Ven coño! Hijo de puta, métemela.
Y suplica.
- ¡Dale por favor no seas malo!
Avanza hacia mí, la bola de carne con las tetas bamboleantes, el cabello revuelto, los ojos desorbitados. Abro la puerta, huyo, busco la escalera y la bajo a saltos, eludo escombros, basura y cables eléctricos, todo mi cuerpo tiembla, ardo, desfallezco, al salir a la plaza, a toda carrera escucho su grito desde la azotea.
- ¡Regresa! ¡Maricón!
Asomada desde el muro, su cuerpo blanco perfilado por el sol.
- ¡Regresa!
Salgo al mar aspiro el aire con placer. Un grupo de estudiantes desfila acompañados por una banda de música, los instrumentos de viento compiten desafinados, un adulto que marcha al frente de los muchachos, se desgañita gritando consignas que los niños repiten de mala gana. Los gritos de la gorda se pierden, se mezclan en el bullicio, se confunden con las consignas, los tambores, las trompetas, los autos Me siento en el muro, la lanchita cruza la bahía. Un grupo de personas espera en el muelle, discuten, se acaloran por el último que no aparece. Desde Casablanca, al otro lado de la bahía, el Cristo de piedra nos mira y abre los brazos.
La Habana, 2000.



EL GATO

Vio las llamitas rojas, los estampidos los sintió lejanos, en plena caída, luego las risas, las burlas de los guardias, lo desataron y lo trasladaron de nuevo a la celda. Lloró hasta quedarse dormido. Despertó envuelto de nuevo en las tinieblas. Llevaba meses ¿o eran días? en la oscuridad, solo. Siempre le había tenido miedo a la oscuridad, de niño sentía pánico cuando la madre apagaba la luz del cuarto y por eso le compraron la lámpara aquella, pequeña, una luz en la sombra, una estrella que espantaba el miedo. Aquí la negrura es absoluta, pero se había acostumbrado ¿Qué tiempo llevaba encerrado en ese lugar? ¿Por qué lo habían traído para acá? ¿Por la quema de colchones? ¿Por lo de la bazofia? ¿Por negarse a trabajar? No recordaba.
Reptó hasta el agujero que servía de letrina, era un gato, pensó con cierto orgullo, podía ver bastante bien en la noche, esperó, su olfato también se había desarrollado, sintió el olor antes de verlas, de un rápido zarpazo agarró una, era bastante grande, el bicho se debatió entre sus dedos antes de ser devorado, soy un gato, sonrió. Luego se puso de pie y palpó la humedad de la pared, hundió la lengua en el agujero por donde una vez al día brota el agua, bueno, se revela un poco de agua, un hilillo que había que lamer, pero estaba seco, a veces pasaba eso y entonces era difícil aguantar la sed, atrapó otro insecto y lo masticó despacio. ¿Por qué estaba aquí? Tienen un ligero sabor a hierro, lo malo es la sed, no sale agua del maldito agujero. La pequeña luz en el cuarto, la cara difusa de la madre, el miedo a la oscuridad. No recordaba nada con precisión. Se quedó quieto, los bichos comenzaron a caminar, son astutos, trepan despacio, con cautela, pero él es más astuto, los deja hacer sin moverse, aguanta la respiración y luego de un golpe los atrapa. Hoy es un buen día, ha logrado agarrar 6. De todas formas ellos se aprovechan cuando duerme y hacen de las suyas, a veces siente como le mordisquean los labios, como se arrastran y corren por la piel, al principio les tenía un poco de miedo, pero ya no, ahora él es el cazador, ahora son ellos los que temen, un día logró apoderarse de una rata, era grande y feroz, se defendió bien en la oscuridad, logró derrotarla. Pero no había vuelto a tener esa suerte, son rápidas, mucho más astutas que los bichos y pocas veces aparecen por aquí.
Esta es la tercera vez que lo sacan al patio, él no ve nada, solo un intenso fuego que le quema los ojos, poco a poco logra divisar algunas sombras indefinidas, lo amarran al palo y entonces escucha las voces de mando y comprende que lo van a matar, siempre se desmaya y luego despierta cubierto de mierda y orine y lo arrojan entre risas a la celda. No sabe si lo han matado de verdad o si está vivo, a lo mejor tiene más vidas que un gato, el gato, ese es él. Odia esos viajes al patio, la tortura de la luz, el simulacro, siente mucho miedo, si lo dejaran tranquilo en su celda. Siente pasos en el corredor, el guardia introduce por el agujero de la puerta la cacharra de la comida, vacía, otra vez vacía, hijo de puta. Es el mismo hijo de puta, dentro de un rato vendrá a joder, a gritarle cosas, se divierte mucho con eso, algunas veces le golpea, lo coge de saco, de puchimbá, pero ya no, ya no hace eso, ahora le grita abrecaminoespanatamuerto, a veces abre la celda le da dos o tres patadas y se orina sobre él, lo escupe, le dice maricón y le pega hasta sacarle sangre, cuando le sacan sangre vienen los bichos y aprovecha para cazarlos con más facilidad. Los demás guardias lo ignoran, a veces alguno le gritan cosas por aburrimiento, pero cuando está este cabrón. Siente los pasos por el pasillo, una puerta que se abre, gritos, alguien pide misericordia, alguien llama a su madre, alguien pide perdón coño por su madre teniente. El se ha acostumbrado, al principio, bueno antes, no podía dormir, pero ya no los escucha, pero este grita como hace tiempo no escuchaba a nadie gritar. Lo manda a callar, cojones que lo dejen tranquilo en su celda, ¡Cállate hijo de puta! que no vengan a buscarlo para martirizarlo con la luz, es feliz aquí, si no fuera por ese hijo de mala madre y por los otros que lo sacan al patio, tranquilo, tranquilo, se muere de sed y de calor, es un horno, un maldito horno ¡Cállate ya hijo de puta! Le grita al hombre que no deja de pedir que le perdonen. De pronto cesan los alaridos.
Hace calor, aquí siempre hace calor, pero cuando dice a hacer frío, entonces si que es Siberia, pero hoy hace calor y hace silencio, ya no se escuchan los quejidos del tipo, es una noche tranquila, a veces el griterío es tremendo y se escuchan malas palabras y golpes y maldiciones, pero él ya ni escucha, coño que solo quiere que lo dejen tranquilo y el guardia lo deja tranquilo, no viene, parece que está bastante entretenido con el otro y sigue cazando y juega con los bichos.
Lo vienen a buscar de nuevo al amanecer, apenas se sostiene, no puede caminar, los guardias se niegan a aguantarlo, está sucio y apesta, esta todo cagado teniente, dicen y le golpean para que camine, el teniente obliga a los guardias a arrastrarlo, coño que se hace tarde, no pesa nada, es un esqueleto cubierto de mugre y la luz en los ojos coño de nuevo al patio, de nuevo a jugar a que lo matan, él solo quiere que le dejen tranquilo en su celda, se pone cabrón coño y se revira, muerde la muñeca de uno de los soldados que le arrastran y una lluvia de golpes cae sobre lo que una vez fue un cuerpo y le gritan ¡mierda! ¡Maricón de mierda!, el no entiende nada y pierde el conocimiento.
Tiene sed. Despierta amarrado al poste, no le vendan los ojos, ¿para qué? Ve sombras alineadas frente a él, siente menos miedo, la primera vez se desmayó nada más que lo amarraron al palo, escucha las voces, el sonido de las armas, terminen de una vez, él solo quiere regresar a su celda, a esta hora es que aparece el chorrito de agua, si se siguen demorando se va a ir el agua, les grita, ¡coñooo terminen que se va el agua!, después tiene que conformarse con lamer la pared húmeda, la segunda vez se desmayó cuando las voces de mando, la tercera aguantó un poquito más.
Le duelen los ojos, el sol le quema la cara, es un sol suave, pero se ensaña con su piel acostumbrada a la sombra, se demoran, escucha con alivio las voces de mando, esta vez no siente miedo, quiere que acaben ya para regresar a su celda, extraña su pequeño rincón, sin sol y sin guardias, no los ve bien, pero escucha que le apuntan y siente la orden de fuego y ve las llamitas que se encienden ante sus ojos y un golpe terrible en el pecho y el abdomen y el sonido de los disparos, dolor, esta vez no se desmayó cojones y la sangre y una lasitud y la oscuridad, como si apagaran el sol de golpe y los pasos conocidos del teniente que se acerca y le pone algo frío en la cabeza y luego lajas de piedra que le golpean la nuca, se las sabe de memoria, 33 lajas de piedra y el chirrido de la reja de metal y las voces y el dolor del cuerpo magullado por el suelo áspero y al fin, otra vez la celda y los bichos y el chorrito de agua que se apaga, que es casi una mancha húmeda en la pared.
La Habana, 2005



LOS OJOS DE BETTE DAVIS.

Está oscuro y hace frío ahí afuera.
Bukowski.
Puede palpar las voces, sentirlas en la epidermis, mezcladas con el torrente de agua que busca su sexo, lo otro es la oscuridad, el vacío. El agua no lava, no purifica, no borra la huella de las manos, de las lenguas, la costra de jugos y sudores. Siente el sabor del mar en los labios, los recorre con la punta de la lengua, la sal se mezcla con la saliva, lame la piel de los antebrazos, salobre, cierra los párpados, puede sentir el sol quemándole las mejillas, ensañándose en los hombros, en la carne suave de los muslos, la arena en los muslos, en la entrepierna, los gritos y las risas, el olor del mar, escucha el flash de la cámara, sonríe.
Salobre como la primera polución sobre su boca, el día de la iniciación. Ella tendida en la bañadera como aquella otra Enia, la romana, bañada por el semen de sus esclavos. El bautizo de la meretriz, la risa de los cinco hombres que la rodean y escurren su lascivia, el primer disparo da en los labios, recuerda el sabor extraño, el olor repugnante, los miembros rectos, gruesos, choreantes, el último chorro de semen da en el ombligo y se empoza.
Enia espera escondida tras las columnas del Gran Teatro, vigila en la oscuridad, en el coto de caza compartido, espera, elige, lo ve llegar, elegante, no es un pepe cualquiera, viste un traje de buen corte. Prepara la trampa, se sienta en la cafetería de los portales del Inglaterra, sacrifica a in god we trust, una cerveza, cigarros y quédese con el vuelto. Sentada frente a él, posición estratégica, mirada perdida en el más allá, como la Davis en All abaut Eve, pero bien atenta a los movimientos de la presa, se miran como por casualidad, intercambio de sonrisas. Romano se acerca.
- Tienes los ojos como Bette Davis.
Hechicero, mago adivino.
- Mis ojos no se parecen a los de Bette Davis.
Sonríe. No es la primera vez que se lo dicen, siempre ha querido parecerse a ella, Rut Elizabeth Davis, mirar como ella, caminar como ella, quiso ser actriz, era puta, bien sencillo el asunto, tenderse y recibirlos, después cobrar, pero Enia quiere escapar, escapar para siempre de la isla. Enia dice que quiere ser libre. Con sus caderas estrechas, sus senos pequeños, sus nalgas redondas, con sus labios gruesos, sensuales y esos ojos grandes como los de Bette Davis, abrir la puerta de salida, escapar para siempre de la suciedad, de la roña.
Es hermoso el romano, habla un español musical, lleno de saltos. Él le ofrece subir a su habitación o buscar un cuarto y sin pausas le pregunta por la tarifa. Ella se levanta indignada. Asume la pose de Mildred en Off Human Bondage Romano le pide disculpas, se deshace en excusas que Enia rechaza, la sigue a la calle, le ruega. Enia.
- ¿Por quién me ha tomado usted?
Al final cede, se deja tomar del brazo. Seria, formal, alejada.
- Soy un hombre de negocios, muy rico y muy solo.
Dice Romano, con cara de perro apaleado, y le cuenta lo difícil que es ser rico, la soledad del dinero, su búsqueda incansable de la felicidad. Habla maravillas Romano de las mujeres cubanas, de su belleza e inteligencia, de lo trabajadoras que son, de lo sensuales, únicas en el mundo.
Él sedan se detiene frente a una casa de paredes grises, portal sostenido por columnas jónicas, cercado por rejas mudéjares. Enia se baja del auto, Bette Davis en Jezabel. Fatal, fingida, ofrece su mano, la deja en el aire, en un vuelo que se disuelve.
- ¿Puedo pasar a verla mañana señorita? Puede servirme de guía para conocer la Habana. Dígame que si.
- Tiene que pedirle permiso a mi mamá.
La madre le invita a almorzar al día siguiente, frijoles negros, arroz blanco, plátanos chatinos, fotos de la niña, fotos de la escuela, fotos de los quince, fotos del tecnológico el día de la graduación, ella es una buena muchacha, trabaja muy duro, fotos y más fotos.
Enia espera que se abra la puerta, vislumbra un haz de luz, la claritas, la salida, uno, dos meses y él regresa y se van a la playa, las manos, el agua se deshace entre sus piernas, algas, hipocampos, el ardor de las medusas y Enia se casa con el hombre muy rico y muy solo, ella de blanco, él de frac gris perla, hay llantos y fotos, muchas fotos y cuadra cerrada y música hasta el otro día y más fotos.
Fotos de la casa, en el repecho del balcón, flores rojas, fotos de la vía Apia, del Capitolio, fotos del arco del emperador Tito, fotos del auto nuevo que causa admiración en la casa y en la cuadra de Enia, fotos del Panteón, fotos del equipo de música, enorme, plateado, lleno de luces, fotos de Enia sonriente junto a Romano. Todo va bien mamá, un día de estos iré por allá, tengo una casa magnífica, un auto nuevo, te mandé dinero con una amiga que va a Cuba, escribe y manda fotos. Enia ama el líquido dorado y burbujeante, el trasiego ambarino en las copas de Champán. Enia no ve la mano de Romano derramar gotas en su vino, gotas que van a su cabeza, sonríe, las fotos no reflejan el ocre del paisaje, el bramido del mar en sus sienes.
- Debes ir al médico.
El dolor de cabeza se hace insoportable. El doctor gordezuelo, pequeño, con lentes y pipa, mostachos y calva como bola de billar, muy hablador
- A Mosca `e stata inaugurata la prima pizzería napoletana.
Enia se deja hacer por esos dedos que reptan por su cuerpo, el médico busca dentro de sus ojos, luces, linterna, hurga en sus pupilas.
- Nessuno l´ha mai vista, ma tutti a Mosca la conoscono.
Todo blanco deslumbrante, espejos, instrumental, las sienes estallan, los espejos estallan.
- La metropolitana segreta `e lunga ben 250 Km., quanto.
Dolor
- Quella ufficiale, e colega anche il Cremlino alla casa de Stalin.
No cesa de hablar de reptar, de buscar, luces, cometas, lámparas.
- L´Avana, l´Avana.
Todos muy serios.
- Tus dolores de cabeza son causados por problemas en la vista.
Cariñoso, solícito.
- Dice el médico que debes hacerte más pruebas.
Son muchas las pruebas y breve el tiempo en que arrecian los dolores, él la acaricia, le pone compresas en la frente, la aísla de los siempre escasos amigos. Romano la sienta desnuda en sus piernas.
- Tienes los ojos como los de Bette Davis.
Las ventanas abiertas a la ciudad, ocres que no salen en las fotografías. Enia recostada a la ventana, su mirada se pierde en la lejanía, como en aquella tremenda película, esa con la que su amada ídolo obtuvo un Oscar Dangerous Enia bebe el néctar dorado que se embalsa en el vientre, busca el aliviadero y se pierde en la maraña que bordea al falo, su lengua prueba los ardores, borra las filigranas y se sorprende ante la nitidez y la sorpresa del dolor, naturaleza del dolor convertido en pánico, irracionalidad.
- No fue nada amor, te pondrás bien.
El bisturí, los espejos, la narcosis la sumerge en un marasmo de seres inauditos.
- No fue nada amor.
Luego la venda en los ojos, la no-luz.
- Tuvieron que operarte de urgencia, un problema sin importancia en las corneas.
La venda, el silencio, las cartas sobre la mesa, la enfermera búlgara, que nos sabe decirle quien la contrató para cuidarla, la casa vacía.
- ¿Y Romano?
La enfermera no sabe. La casa vacía, las cuentas sin pagar, el plazo que les da cierto dueño para abandonar la casa. No, nadie sabe quien es el tal Romano. La enfermera búlgara, un alma de Dios, la lleva para su casa, una verdadera babel, checos, polacos, montenegrinos, serbios, rusos, moldavos, armenios. Todos juntos, en una concordia imposible, como al inicio del mundo.
Enia aprende el olor de las lámparas de aceite, de los cuerpos hacinados, del sudor, del vodka, de las sopas colectivas, de las manos que buscan y se disputan sus piernas por la madrugada, de los desesperados asaltos nocturnos. El olor de la muchacha que comparte sus vahídos, los insultos, las súplicas y luego acaricia su cuerpo macerado y la protege del frío.
Lleva un año en Italia y parece un siglo, el jefe de esa extraña sociedad, Pavel, busca a Romano, nadie sabe nada de él, no existe, los hombres de Pavel lo buscan por toda la ciudad, la casa no le pertenece, fue rentada por una sociedad anónima que tampoco existe. Nada queda. Enia desespera, no tiene documentos, no tiene nombre ni nacionalidad, no existe, no tiene idioma en esta babel nadie entiende lo que dice.
Esta casa, ciudad inventada por ellos, ciudad que dibujan a imagen y semejanza de sus aldeas, de sus urbes, la trazan a plumilla con el ardor de los náufragos. Koljoz donde todo se reparte y las dos mujeres, una ciega y otra desleída por la lluvia y la soba, instrumentos de trabajo, medios de producción, contribuyen al sostén de la comuna. Karel, el pintor, intenta mejorar sus caderas a pincel, se esmera en fabricarle redondeces al cuerpo que se consume, un trapo de tela negra le cubre los ojos, telón que le protege del vértigo.
Apenas reconoce la voz que le habla en su idioma, su cuerpo se hunde en el asiento mullido del auto, se adormece en el ronroneo del motor. La embajada y la gente fría, ajena, no hay regreso, lleva más de 11 meses, y los policías y los médicos, sus amigos que localizaron la sede cubana, no entienden, no comprenden, los más viejos de la comuna recuerdan y mueven la cabeza de un lado al otro con pesar. Mamá estoy bien regreso pronto y la foto de la muchacha con los ojos vendados, desnuda sobre un diván harapiento, entre colillas de cigarro, botellas, latas de cerveza y lámparas de aceite, la sonrisa es un trazo difuso, algo morbosa. Junto al diván, una máquina de coser, un samovar, una pucha de flores, las manos descansan sobre los muslos, la cabeza inclinada sobre el hombro derecho, el torso erguido, una banda de tela negra le cubre el rostro, ajorcas en los tobillos, pulseras de cobre en las muñecas, cadena con monedas en la frente.
A Enia le gusta sentarse en la orilla de la playa, el mar le acaricia las piernas, sonríe a las voces que elogian su cuerpo, soeces unas, elegantes otras, vive en un mundo de voces, de sueños, donde todo se aligera y se reconstruye a su gusto.
Entra al mar, las algas trepan por sus muslos, frías, pegajosas como las manos de Romano que huyó con sus ojos, Romano que no existe, que nunca existió, pesadilla de luces y hospitales donde hurgan en sus cuencas vacías, no hay a quien reclamarle, como en Lo que el viento se llevó, nadie sabe nada, Esas cosas suceden, se hunde en las entrañas del ser policaudado que la penetra, el comercio de órganos en un problema grave hoy en día, lo busca la INTERPOL, el fondo un marasmo de miedos, lengüetazo goloso del ser en su vulva, en el vientre en el cuello, no eres el único caso, alguien mira con sus ojos, siente la luz bien adentro, los edificios, los árboles, las avenidas, otra mirada, no es solo el mar, no es solo las entrañas, es difícil andar por este mundo y mirar en otro, marcar los pasos en un camino ajeno, es otro el cuerpo que contempla, otro el hombre que se acerca y besa sus ojos, siente la caricia en los párpados, en las cuencas llenas de abismos donde intentan asomarse los peces.
La foto en la arena, acostada, los ojos vacíos, la mano derecha estruja una banda de paño negro, el agua le acaricia los tobillos, a su lado un termo azul, una sombrilla, un caracol. La foto en papel Kodak, brillante, Enia acostada en la arena, los senos desnudos, los pezones café, la banda de paño negro sobre el pubis, el ombligo cubierto de arena, por detrás de la foto en tinta azul. Estoy bien mamá, regreso pronto
La Habana, 1997




EL MEJOR DE LOS MUNDOS POSIBLES

El dinero de la remesa demoraba más de lo esperado, las reservas hacía rato estaban liquidadas, la única opción era vender algo ¿Pero qué cosa? Ya habíamos vendido todos los objetos de cierto valor. Con el salario de médico de la familia de mi esposa, no podíamos contar, apenas alcanza para un día y con el mío de maestro, menos que menos. Recordamos la alarma, vender la alarma del carro, venderla y regresar a la casa con el dinero imprescindible para enfrentar las deudas, vender la alarma comprada una vez para el carro que íbamos a tener, la carreta delante de los bueyes. Monte, Prado, Malecón, chofer a chofer, buscar los carros nuevos, los taxis más lujosos, los clásicos mejor conservados, bajar el precio: 80, 70, 60, 50, 40, 30, 25, desesperación, las horas pasan y no logro vender, me siento ridículo con la jaba de nylon. Regreso a la calle Monte, un grupo de muchachas de aspecto lamentable, susurran invitaciones al paso Quieres matar una jugada papi y lanzan con rapidez la oferta, la tarifa, las hay negras, rubias, chinas, mulatas, mal vestidas, ajadas. Busco de nuevo el Prado, los choferes frente al Capitolio me miran con desconfianza. ¿No le interesa comprar? La negativa: Ya tengo una. El dinero esta perdido, el carro no es mío, yo solo manejo. Negativas, los pies duelen, se inflaman, continúo de carro en carro, el sol quema, sudo, regreso Prado arriba. ¿No le interesa comprar? Desconfían, algunos miran amenazantes… Unos Policías se acercan, dos mulatos con clara pinta de orientales, palestinos, disimulo, siguen de largo, respiro profundo. Uno de los choferes me observa Compadre con esa pinta que usted tiene no va a poder vender nada, pareces de la monada. Lo miro fijo sin comprender. La monada ambia, la fiana, la policía. Desde el 31 de Diciembre no llega un dólar, se evaporaron. No lograría vender ni un lingote de oro a 10 kilos. Ve a esta dirección en Playa y pregunta por Gimo el electricista. Monto un viejo chevrolet y sacrifico los últimos diez pesos, todo sea por el resultado, lo miro como una inversión, a mi lado monta una muchacha con unos paquetes, mi rodilla izquierda se enreda con la palanca de cambios, la derecha con los pies de la joven que hace maromas para acomodar los paquetes. Chanel es su perfume, tiene la piel suave, la cadera y los muslos firmes, se mezclan nuestros sudores, nuestros alientos, ella intenta sonreír, el aire que entra por la ventanilla es denso, el chofer pone a funcionar un pequeño ventilador solo para él, introduce un casete en la reproductora, a todo volumen, a punto de reventar la bocina Sanyo, Marco Antonio Solis A veces creo oír que me necesitas y alguna que otra vez siento tu mirar… La muchacha tararea la canción No existe formula para olvidarte… Mi mujer: Eso de esperar por la remesa, deberíamos buscarnos otra fuente de ingresos, y su eterna diatriba al oficio de escribir y sus comparaciones Te pagaron cincuenta dólares por la novela y el dinero no llega y los zapatos de los niños y las deudas, le debemos a las once mil vírgenes, al tipo de la leche en polvo, al que reparó el colchón, el teléfono, la luz, los tenis, un cartón de huevos, tomates, la pintura de la casa, el arreglo del televisor.
Por las cosas de la edad por robarte mi verdad te fuiste ayer… La muchacha trata de estirar las piernas, una de sus sandalias deja un tenue surco gris en mi pantalón Disculpa, trata de borrar la mancha Deja, no importa le digo, nuestras mejillas se unen un instante, Chanel y sudor, del cuerpo de la mujer emerge una fragancia sutil, enerva, inquieta, Disculpa decimos al unísono, un vaho de pescado rancio llega desde atrás Chofe me quedo en ele, el auto se detiene, portazo, mano que extiende un billete de diez pesos, gruñido del chofer y estamos en marcha de nuevo, la joven lleva un vestido corto negro, rojo, azul y blanco, ajustados, de esos que dicen TOMMY HILFIGER y una sandalias de cuero, miro con disimulo sus muslos apretados a los míos, A veces creo oír que me necesitas.. Eres mi música y mi mejor canción Sus piernas son hermosas, la muchacha es preciosa y cálida, me gusta su risa Me llamo Laura, extiende una mano fina, los dedos cubiertos de anillos y sortijas de oro, suave, la deja un instante en la mía, sonríe, Raúl y la miro a los ojos, pardos, con lucecillas doradas como los hijos de Helios. Desde una parada se extiende varias manos ansiosas, el chevrolet da un frenazo somos dos chofe una gorda vestida de negro, y una joven escuálida con un yeso en el brazo, Nada más cabe uno solo dice el chofer sin mirarlas, Donde cabe una caben dos chofe, pausa, el chofer mira el asiento de atrás Amigos vamos a ayudar a las compañeras, las compañeras entran a duras penas, atrás se compactan, se exprimen, vamos siete pasajeros, el conductor del vehículo y Marco Antonio Solís Pronto seremos nuestros peores enemigos si me quedo aquí contigo. El pavimento reverbera, parece mentira que estemos en enero, pasamos el puente del río Almendares, Laura observa de soslayo, se pega más a mi en las curvas, ¿A que te dedicas?, demoro unos segundos soy escritor ¿y tú ? Pone cara de muchacha romántica. ¿Debes ganar mucho dinero? Bueno indefino la respuesta y aprieto la alarma contra mi pecho. ¿Y tú? Sonríe soy ama de casa. El auto se esfuerza en las lomas, cancanea, tose, al fin alcanza la recta firme de 31. Hace falta que el tal Gimo esté en el taller y le interese la alarma. Laura habla de compras, del cansancio de caminar por las tiendas, compara precios, se queja de las alzas, el vientre terso se adivina bajo la tela, observo la frontera de los muslos y el azul del vestido, Es preferible comprar zapatos con los artesanos, la rodilla, su voz huele a menta, ¿Dónde te bajas? El chofer se abre la camisa y juega con la cadena de plata que cuelga de su cuello, la señora de negro amonesta a la joven escuálida ¡Tienes que denunciarlo! Tienes que hacerlo, no seas tonta niña, si tenemos que escribir al Comité Central lo hacemos, pero eso no se puede quedar así. Las paradas están repletas de gente al sol, un grupo maldice una guagua que no para, otros luchan por subir a un Camello, otros esperan, estamos a punto de chocar con otro botero, los choferes intercambian palabrotas, se insultan. Pero donde existe el dolor, amor en silencio es de Dios la manera de enseñarnos la verdad… pues lo más grande y lo más puro lo dice el corazón. El chofer se exaspera en el semáforo, con impaciencia tamborilea en el timón, deja pasar un Lada y cañonea a un ciclista, un camión lanza una tromba de humo, Laura tose, se le llenan los ojos de lágrimas, pica el humo en la garganta, está muy buena Laura, Debes ser un tipo famoso, las mujeres seguro corren detrás de ti. Bueno, indefino de nuevo la respuesta, No lo creas, soy un tipo tranquilo, incredulidad y juego en su risa. Hay un tranque, claxon, gritos, maldiciones, unos minutos de espera, Yo no sé de donde la gente saca tanta gasolina, dice uno de los pasajeros del asiento de atrás, nadie le responde, Hace dos años nada más esta avenida era un desierto, podías acostarte a dormir en ella y ahora miren esto. El auto sigue la marcha, fue un accidente, una moto y un Panataxis, hay una gran mancha de aceite en el asfalto. Amar en silencio es vivir un momento a tiempo, sube el volumen, ¡Chofer déjeme en la esquina! Gritamos al unísono Laura y yo, la ayudo a bajar los paquetes, ella In god we trust yo con mi último billete de diez pesos.
El Gimo es un individuo bajo, rechoncho, la cara picada por el acné, regatea, le digo 50 es mi última oferta, regatea, mira a Laura, sonríe 40 ni uno más, eso es lo que vale en la calle, la mente funciona con rapidez 40 = 860, miro a Laura que asiente, con 860 puedo pagar las deudas y resistir hasta la llegada de la remesa, con 40 puedo invitar a Laura a alguna parte, ella, los paquetes en el suelo, ella cuando bajamos del auto ¿Sabes donde queda el taller? Y se ofrece a acompañarme, le hace camino a casa de su hermana, porque ella vive en el Vedado, a llevarle unas cositas a la hermana. Le tiendo la propiedad al Gimo, guarda la propiedad en el bolsillo del overoll lleno de grasa, guardo los billetes en mi bolsillo, gracias y aquí me tienes, si consigues otra tráemela, salimos del largo pasillo impregnado de orine de gato, al salir me volteo y leo el cartel SONORA en letras rojas sobre el fondo amarillo, al entrar estuve apunto de llevarme el cartel con la cabeza. Acompaño a Laura a casa de su hermana, acaricio los billetes en el pantalón. Espérame aquí vuelvo enseguida, espero sentado en el muro de un edificio, dos niños juegan a la pelota en la acera. Laura regresa pronto, sin los paquetes, es hermosa, está buena, y yo tengo dinero. Caminamos un rato, hablamos de cosas triviales, pasamos frente a un Servi Cupet ¿Quieres un refresco? Invita, nos sentamos bajo un toldo de rallas azules y blancas, los refrescos se convierten en cervezas y perros calientes, más cervezas, Laura, reconocemos nuestros mutuos enlaces, su esposo es mayor que ella, mucho mayor, la quiere mucho, es un tipo importante, parece que estoy moviéndome dentro de una de las historias que escribo, ¿Es gerente de una firma? le pregunto, ¿Sabe como buscarse los pesos por la izquierda? Me mira con asombro, Nada, no te preocupes, es un cuento que estoy escribiendo. Ella acaricia mi mano, toma la iniciativa, me besa, sabe a menta, nunca he probado una boca como la suya. Vámonos, va a pagar ella pero sacó uno de los billetes arrugados, me adelantó Todo un caballero, la tomo por la cintura, ardo, apenas puedo controlarme, nos sentamos en un parque, busco bajo el vestido, exploro, beso todo lo besable dado el lugar, ella gime quedo, me devuelve las caricias con desespero. ¿Por qué no vamos a otra parte? Pienso rápido, a casa de Manolo, a casa de Chichita, a casa de “La Gorda”, todas quedan lejos de aquí, caminamos, comienza a anochecer. ¿Conoces algún lugar donde podamos ir? Me atrevo a preguntarle, se encoge de hombros piensa, me besa largo, con pasión, Si, pero tenemos que coger un taxi, ella toma de nuevo la iniciativa, para un taxi de Gaviota. Yo pago, pero pago yo de nuevo todo un caballero. Es una casa grande junto a un parque con flamboyanes, cristales oscuros, canteros con begonias. Nos abre la puerta un hombre en short y camiseta, dos gruesas cadenas de oro en el cuello y sonrisa de mofa, Lo siento, estamos alquilados, ¿Por qué no van a lo de Pedro en 16? Caminamos de nuevo, por la calle a oscuras, aprovecho la esquina para un intercambio, la recuesto al muro, ese aroma, esa calidez, esos pezones bajo la blusa, le subo el vestido, me bajo el zipper, ella libera el astil, lo admira, lo acaricia, luego me empuja Aquí no, aquí no, yo insisto, ella resiste, Vamos a casa de Pedro, le digo sin dejar quietas las manos ¿Y si Pedro no está? Sería, firme, Será otro día o ¿no nos vamos a ver más?, afirmo, prometo, Sí claro que sí, vamos a la otra casa, unas cuantas cuadras, el barrio solitario, mira el reloj, preocupada, oye es tarde, ¿Por qué no lo dejamos para otro día? Siento rabia. Es demasiado tarde, son las 9:00, confirmo. Laura me da su teléfono anotado en una hoja de papel, Espera que te conteste yo, si sale una voz masculina, cuelga y repite la llamada.
Laura se marcha en un taxi, besos de despedida, promesas, su olor en la ropa, llámame, no dejes de hacerlo, y su mano dice adiós desde la ventanilla. Tengo que caminar, no hay combinación posible, llegar, cruzar el túnel, no queda más remedio, caminar o coger un taxi, son las nueve y veinticinco, en la casa deben pensar que me sucedió algo, imagino a Mayra inquieta parada en el portal a cada rato, la novela, interrumpida cada cinco minutos para ver si me aproximo por la calle, luces amarillas, luces fantasmagóricas blancas de esta avenida. Avenida: lugar por donde corre el agua, seca, un calor de los mil demonios. Pasan los boteros. ¡Habana! ¡Habana! Busco en el bolsillo, 20 dólares y unos centavos, Diez pesos Habana, cuento los centavos, veinticinco = cinco, cincuenta = diez, puedo ir hasta el parque del Curita y coger el M-2, hago señas y un auto se detiene, catarroso, lleno de parches de colores. Hasta el Capitolio, me esfuerzo por lograr un espacio en el asiento trasero No existe fórmula para olvidarte, al lado alguien tararea la canción, Eres mi música y mi mejor canción. Hay una hilera de autos y ningún Camello, a esta hora no hay inspectores, ni amarillos que organicen la cola, la gente espera en la sombra, como agazapada, nada, son las diez y treinta, nada son las diez y cincuenta, las once ¡Veinte pesos Santiago- Boyeros!, nadie hace el menor movimiento, tengo hambre, el estómago pegado al espinazo como diría mi tío Ramón. En una cafetería “Nuevo Mundo”, veinte la cajita, boniato, arroz congris, tomate, unas lechugas, carne de puerco asada, unos gorditos, Santiago-Boyeros, once y veinte, subo al auto, falta uno, ¡Uno Santiago-Boyeros! Una gorda, nos montamos, separo un dólar. Reina y Carlos III, el chofer pone un casete en la reproductora, Marco Antonio Solís, Si me pudieras querer…
La casa, la cerca pintada de verde, Mayra en el portal sentada en un sillón, un beso lleno de interrogantes, ¿Y los niños?, pregunto, ya están dormidos hace rato. Al descubrir mis manos vacías sonríe ¿Vendiste la alarma?, esto hoy ha sido un desfile de acreedores, saco los billetes del bolsillo, arrugados dieciocho dólares que le extiendo y ella mira con sorpresa ¿Regalaste la alarma? ¿Eso fue lo que te pagaron? Entro a la casa sin responder. Mayra en chancletas y bata de casa, Mayra que dice que con ese dinero no alcanza ni para empezar a pagar lo que debemos, que le encargó dos libras más al tipo de la leche en polvo, que vino el hombre del queso, que no tiene nada para la merienda de los niños mañana, que no ha llegado el dinero, yo dejo la camisa en el respaldar de la silla y le grito coño que estamos mejor que los demás, que al menos algo nos mandan dinero de afuera y voy a la pecera enciendo la luz, conecto el oxígeno, le echo la comida a los peces, ella da un portazo y se va para el cuarto y pone la grabadora A veces creo oír que me necesitas, yo me siento junto a la pecera, un golpe de viento abre la ventana, aire húmedo y algo frío, No existe formula para olvidarte, pienso en Laura ¿La volveré a ver?, mañana debo ir a la Editorial, mañana voy a llamar a Laura, mañana tengo que llamar a Transcard, mañana será otro día, Y alguna que otra vez siento tu mirar, enciendo el televisor, prendo un cigarro, el sicólogo Calviño habla sobre lo que llama el mejor de los mundos posibles, comienza a llover, cierro la ventana, Mayra ceñuda, pasa junto a la cocina, ¿Te caliento el agua?, de pronto sonríe, cambia, Papi, Susana trajo un vestido de esos que se usan ahora TOMMY HILFIGER, le encargué uno para el fin de semana. ¿Si ves lo bien que me queda?, y desliza sus manos por las caderas y el vientre. Calviño: Sonría, no se encierre en sí mismo, haga de su mundo el mundo de todo el que le rodea, verá que bien vale la pena. Mayra se sienta en mis piernas, me besa en la mejilla, en la boca, en la barbilla, huele a jabón Palmolive y a champú de manzana.


HOMBRES DE NEGRO
A Guillermo Vidal

Despertó entre miles de personas ansiosas por llegar a su destino. Lo empujaban, lo golpeaban, le decían palabras que no entendía. Por más que buscaba en su memoria no comprendía una sola frase. Se sintió desorientado, era una lengua extraña que el nunca había escuchado, sin embargo la ciudad era la misma, el Prado por donde caminaba, los leones, los laureles, allí estaba el Parque Central, el Hotel Inglaterra, más allá el García Lorca, el bulevar de San Rafael.
Se dirigió al portero del Hotel Parque Central, articuló lento y claro, con pausas entre las palabras.
- Compañero ¿Me puede decir que sucede?
Probó con el inglés, con el francés, luego con el ruso, pero todos sus esfuerzos fueron inútiles, el hombre comenzó a parlotear en un argot por completo desconocido. Desistió, un teléfono, debía buscar un teléfono, llamó a su casa, una voz de mujer en la misma lengua ininteligible, barboteos, graznidos, crujidos ¿Para que insistir?
Calle Obispo, todos se apresuraban, se arremolinaban. La gente parecía la misma, se comportaba igual, hablaban en voz alta, gesticulaban, era su gente, la de siempre, la de todos los días, sus compatriotas, todo lo que le rodeaba le parecía familiar y extraño a la vez. Buscó en sus bolsillos, el carnet de identidad, ahí estaba su nombre en perfecto español, su dirección, sus datos personales, todo perfectamente legible, la billetera, los pesos, tres de a veinte, uno de a diez, cuatro de a cinco, cubanos, nuevesitos, con sus mártires y su letras claras BANCO CENTRAL DE CUBA, MAXIMO GOMEZ, REPUBLICA DE CUBA, guerra de todo el pueblo, DIEZ PESOS. Y las banderas y los fusiles y las palmas. A su alrededor continuaba el barboteo, los graznidos.
Se sentó en un restaurante, llevaba horas caminando sin rumbo fijo, pensó que lo mejor era comer algo, con el estómago lleno pensaría mejor. Por señas pidió una pizza y espaguetis, no le fue muy difícil, agregó al pedido una jarra de cerveza. En la mesa de al lado una pareja devoraba unos espaguetis, turistas sin dudas por el atuendo, los turistas le miraron y el hombre le dirigió un saludo, un simulacro de brindis, les habló en inglés y le respondieron con los mismos sonidos extraños y se echaron a reír.
Encendió un cigarro y tras expulsar una bocanada de humo se levantó y pagó al camarero. Tras él, un hombre muy pálido, todo vestido de negro, abandonó el restaurante.
Caminó por callejuelas estrechas, serpenteantes, escasas de sol, buscó el mar, liso, vacío, recordó tiempos atrás cuando los barcos se apilaban en el horizonte para entrar a la bahía, ahora era sólo el mar. El estomago lleno no le servía de mucho, seguía como antes, ¿Habría sufrido algún accidente? Se registró el cuerpo en busca de alguna herida ¿Estaría en un mundo paralelo? No creía en esas historias. ¿Amnesia?. Buscó un periódico, una revista, algo escrito que le aclarara las cosas, no encontró nada, ni un vendedor de periódicos, ni un estaquillo abierto, de pronto vio a una señora arrojar, en el tanque de basura de la esquina, un paquete, un alijo de basura envuelto en papel periódico, casi hechó a correr hacía el latón, en cuanto la mujer se alejó, abrió la tapa y agarró el paquete, la felicidad le duró poco, se sintió empujado con furia, golpeado por un individuo hediendo que le arrebató el bulto de las manos, era un tipo flaco, desgarbado, de color indefinido por la mugre, trató de recuperar el envoltorio e inició un forcejeo con el hombre que le reclamaba el paquete acremente, con un concierto de graznidos y ladridos intolerables, le dijo que él sólo quería el periódico, pero el tipo no lo entendía y mientras con una mano agarraba el envoltorio con la otra trataba de arañarle la cara con sus uñas largas y negras. Una muchacha salió de una tienda y lo contempló con asombro, después lanzó dos o tres quejidos y se alejó moviendo dubitativamente la cabeza, él quiso aclarar su situación, aflojó el agarre y el buzo le arrebató el paquete y hechó a correr. Sintió vergüenza, ¿qué habrá pensado esa muchacha de mí? Comenzó a sentirse deprimido, sentado en un banco permaneció inmóvil hasta el anochecer, una muchacha rubia, muy joven, se le acercó, llevaba unos jeans ajustados y una blusa corta que permitía la vista exquisita de su abdomen, una franja de sinuoso bello dorado descendía desde el ombligo y se perdía en la faja del pantalón. La contempló arrobado, la muchacha lo abordó pero como mismo le había pasado durante todo el día, no entendió ni jota de lo que le decía, decidió hacerse el extranjero, lo que no le fue difícil, pues al parecer ella lo había tomado por tal. Caminaron tomados del brazo en busca de las calles más oscuras, se detuvieron bajo un farol de hierro, sin luz, ella lo besó, se abrió la blusa y le mostró unos senos pequeños, casi transparentes, pronunció unos graznidos melosos, luego preguntó algo, le abrió la portañuela, se agachó, una sombra se escabulló fugaz en el otro extremo de la callejuela. Se esmeraba, era diestra, pero no obtenía resultados palpables, él la separó con suavidad.
- Deja, deja eso.
Ella insistió. Al rato lanzó un suspiro de desesperanza y dos o tres graznidos neutros. Volvieron a caminar, eligieron al azar otra calle, iban en silencio, de vez en cuando se cruzaban con algún grupo de turistas, alguna pareja, algún solitario.
Se detuvieron en el muro del Malecón, se miraron en silencio, él extendió una mano y le acarició la mejilla, la miraba con intensidad. Le dio el beso más largo que recordara haber dado en su vida. Ella se limpió los labios con el dorso de la mano y empezó a soltar una serie de balbuceos con tono de historia sentimental. Sin disimulo, unos metros más allá, un hombre todo vestido de negro los observaba. Sintió un escalofrío y unos súbitos deseos de estar en su casa, frente al televisor, junto a su esposa. La muchacha seguía con su parloteo sentimental y la invitó por señas a tomar en algún bar, palpó en el bolsillo trasero del pantalón la reserva estratégica y se cercioró que allí permanecían los verdes George y Abrahan. Eligieron al azar, como antes, una calle, él sin pararse miró hacia atrás, el hombre de negro no tardó en aparecer, era obvio que lo estaban siguiendo, pero ¿Por qué? El que lo perseguía era un hombre de baja estatura, rechoncho, muy pálido, con aires de burócrata. La muchacha se detuvo e insistió en la tarea inicial, ahora sobando previamente con los dedos, la caricia era magnífica, esta vez logró mejores resultados, de cuclillas frente a él, buscó con la boca el miembro casi erguido que sucumbió más pronto de lo esperado al ataque de labios y lengua, el chorro de esperma saltó sobre los senos transparentes de la muchacha que gorgoteó unas frases que parecían de regocijo.
El estuvo a punto de rogar que no le dejara solo, pero lo supo inútil, ella guardó en la faja del jeans los billetes arrugados y se marchó. Él notó que la ciudad lo envolvía, lo arrastraba, lo mejor era regresar a casa, darse un baño, acostarse a dormir y esperar al otro día, mañana será otro día, como dice el dicho.
Trató de recordar lo pasado el día anterior, intentaba escribir un cuento que le había pedido un amigo, un cuento sobre Vampiros que tuviera una fuerte carga erótica, un cuento para una antología, tenía el argumento pero la historia no avanzaba, una mujer da a un buzo una limosna sexual: una rubia despampanante, pierde a la salida de una tienda el monedero, un buzo, que trabaja un tanque de basura próximo, se percata de la perdida y recoge de la acera el monedero, no contiene mucho, sólo dos pesos, un carnet de identidad y un llavero, el hombre bebe un café, toma una guagua y busca la dirección de la muchacha, vigila durante horas el edificio mientras engulle varios trozos de pan mohoso, parte del botín del día, que extrae en una jaba de naylon, ve salir a la mujer y decide entrar al apartamento, acaba de desarrollarse en el individuo una gran batalla interior entre el deseo de devolver el monedero y la tentación de entrar al apartamento, se decide por la última y entra al edificio, busca en las gavetas, guarda en la jaba alguna bisutería, no encuentra nada de valor, descubre la ropa interior y olfatea los ajustadores, los hilos dentales, las tangas, busca el cajón de la ropa sucia escoge varios blumer, los huele, los lame, se excita, saca el miembro y comienza a masturbarse con uno de los blumer mientras se lleva los otros a la boca, a la nariz.
Sólo pudo llegar a esa parte de la historia, no pudo seguir, le parecía bien mala y desistió, mañana será otro día pensó, se dio una ducha, comió algo, se acostó a dormir y luego despertó en medio del tumulto, en medio de ¿En medio de qué? Caminaba por el Prado ¿Cómo llegó hasta allí? No pudo llenar el espacio vacío en su memoria.
Fue a cruzar la Plaza Vieja y ahí estaba, no era el mismo, este era más alto, más pálido y más delgado, pero su aspecto era idéntico, era el parecido que acaban por compartir los miembros de las cofradías, los compañeros de oficina, los integrantes de un equipo, los miembros de una misma organización, de una familia.
Caminó aprisa, detrás se escuchaban los pasos, tomó por una calle, luego otra, ahora eran dos los que le perseguían, era exasperante, habían acortado la distancia, casi podía escuchar la respiración, era ya intolerable, caminaban muy cerca, tenía miedo, mucho miedo, se desorientó, empezó a caminar sin rumbo fijo, ¿Quiénes eran? ¿Qué se proponían? Bajo la luz de un farol la misma muchacha le interpeló con sus graznidos ¿O era otra? La encontró de nuevo al salir al Capitolio, en la calle Monte una decena de ellas le esperaban para parlotear sus ofertas, exactamente iguales, todas iguales, con sus jeans apretados y sus blusas cortas que mostraban el ombligo, sus tacones altos y sus graznidos insinuantes. Ahora eran tres los perseguidores, andaba presuroso, sentía tras de sí la presencia, los murmullos, el arrastrar los pies de los perseguidores.
Al doblar en una esquina le cerraron el paso, estos eran altos y corpulentos, más amenazantes, los esquivó y echó a correr. El rumor de las pisadas fue en aumento y al mirar atrás comprobó le seguían. Llegó a su edificio, empujó la puerta de hierro y cristal, sacó la llave y subió a trancos las escaleras, descubrió con alivio que nadie le seguía, al fin el silencio, jadeante, abrió la puerta de su casa.
Encendió la luz, la habitación estaba en silencio, no se escuchaban ni esos ruidos cotidianos de una casa habitada, rutinarios, únicos. Se quitó la camisa y la puso sobre una silla, se sirvió un poco de café frío de la cafetera, fue al baño, se desnudó y se metió bajo la ducha, alivio, paz, pudo ser peor, pudo haber amanecido como Gregorio Sansa. Se restregó el cuerpo fuerte con la toalla. Se puso el chort de mezclilla de andar en la casa, una camiseta, fue a la cocina y bebió otra taza de café. Se asomó al cuarto, su mujer dormía, se acordó del cuento, y si la muchacha sorprende al buzo masturbándose y se excita también y se le ofrece, la rubia de piel dorada con el tipo churreoso, el tipo toca con sus manos sarmentosas, llenas de mugre, la piel exquisita, ella lame el pene, los testículos, lame las pantorrillas, el vientre lleno de costras de sudor y polvo, se sienta sobre él, lo cabalga, lame su cara, hunde su lengua en la oreja y le muerde el cuello, clava sus colmillos en el cuello del buzo, un hilillo de sangre le corre por la barbilla, chupa con fruición y llegan juntos al orgasmo. Podía agregarle algunos elementos más, ella lo sorprende, se desnuda, se sienta frente a él y comienza a masturbarse, también podría venir acompañada de una amiga, episodio lésbico incluido, después las dos lamen el pene elefantíasico, como colofón la rubia clava sus colmillos en el pene erecto del hombre que todavía gotea semen, mientras la amiga lo muerde en el cuello, el acompañante de la amiga puede ser también un hombre, vestido de negro, muy pálido, rió de su ocurrencia, vestido como los perseguidores de hoy, el mismo marido que disfruta sobremanera ver como la mujer es poseída por ese ser todo miseria humana, le excita ver como el cuerpo de su esposa es acariciado por esas manos garfios, los dos son vampiros y en el paroxismo sexual beben la sangre del buzo hasta dejarlo sin vida. Valla historia, va al teléfono y llama a Amir, del otro lado de la línea le contestan los mismos quejidos y chirridos que ha escuchado durante el día.
- Oye Amir, soy yo Lázaro.
Crujidos, borboteos, graznidos, colgó el teléfono, esto es una pesadilla, cuando despierte mañana escribo el cuento, aunque no se que es mejor, si contar la historia del buzo y la rubia vampiro o la pesadilla de hoy.
Entró al cuarto en punta de pies para no despertar a su mujer, la lámpara de noche estaba encendida como siempre, sobre la cama el cuerpo esbelto, hermoso, los senos transparentes de la muchacha, no sintió sorpresa, extendió una mano hacía ella, la acarició, ella lanzó un graznido de placer, un hilillo de sangre le corrió de la barbilla a la almohada, balbuceó algo ininteligible, él se acostó cansado a su lado, alrededor de la cama estaban los hombres de negro, de pie, mirándolos.


CROMOS

Desnuda sobre la alfombra, sorbe el polvo de tabaco mezclado con almizcle, clavo, vainilla y otras sustancias que solo ella conoce, estornuda voluptuosa, se alza sobre el codo derecho, mientras tiende el otro brazo y ofrece la cajita de rapé en la palma de su mano, delicada, casi transparente.
El soldado se inclina, no puede apartar sus ojos del cuerpo hundido en almohadones de seda roja. Ella se pone de rodillas, los senos vibran un instante, el soldado se desnuda, huele a sollado, a noches de sudor y salitre, a aceites rancios y vino agrio. Aspira el rapé y hace una mueca.
Ella lame la piel salada, él se reclina sobre los almohadones y la deja hacer, ella disfruta cada centímetro olfatea y lame cada vez con más rapidez, hasta entregarse al vértigo, a cierto caos que rompe la simetría de la imagen.
La espada de él yace recostada a un viejo baúl, las ropas en desorden sobre la alfombra. La guarda refulge a la luz de los candiles, la cruz de la reina, la cadena de oro fino que le regalara su madre antes de partir a las indias.
Ariel se mezcla en el juego de luces y sombra de la calle Obispo, avanza a contracorriente, a esta hora de la tarde el movimiento de la gente va de la Plaza de Armas al Parque Central, una verdadera marea humana que le cubre y le confunde, una marea cómplice de su carga, que le empuja en dirección contraria, son las 4 de la tarde y cientos de empleados sudorosos buscan el camino de regreso a sus casas, Ariel apenas les presta atención, camina calle abajo, pasa frente la edificio quemado de la Droguería Jonhson, desde el agujero negro de sus ventanas brota un intenso olor a alcanfor , azufre, pomadas y esencias volatizadas por el fuego.
Se sienta en uno de los bancos de la Plaza, los libreros recogen su mercancía, las negras con su tabacos y sus vestidos de colores cuentan las ganancias del día, el manisero observa a un grupo de adolescentes que sale de la biblioteca y se masturba escondido tras la estatua de Carlos Manuel, una puta busca turistas, un vieja tira las cartas, el policía pasea orgulloso su uniforme azul, la boina negra, la tonfa que hace girar en su mano, Ariel que no puede evitar pensar en Chaplin y su bastón, sonríe, pero es solo unos segundos, apenas una breve mueca que no llega a dilatarse en sonrisa, el policía es peligro, disimula, pone la mochila a un lado. El policía sigue su camino y se pierde a un costado del restaurante.
Los minutos pasan y el gallego no llega, Ariel abre la mochila, hojea la revista y contempla las litografías antiguas, las más viejas en papel de color pálido, etiquetas impresas en una sola tinta, de 1878, valen una fortuna, pasaron de padres a hijos y ahora él se la va a vender al maldito gallego, contempla las etiquetas litografiadas llenas de colores, verdaderas obras de arte, relieves, claroscuros, esfumados, contempla a la muchacha de La rosa aromática, rodeada de árboles, palmas y monedas doradas, rostro hermoso de mirada retadora, generales, Reyes,. Reinas, ángeles, guerreros mitológicos, dioses y diosas. Busca su preferida, la muchacha de ojos negros, tendida desnuda entre cojines de seda, un soldado, de pie, frente a ella, la mira, hay algo de adoración, algo especial, en esa mirada captada por la maestría del artista, no es solo lujuria, es mucho más.
Ella a horcajadas sobre el soldado tendido, enlaza una banda de seda en el horcón del techo, gira sentada sobre la cintura del hombre mientras la banda de seda se tuerce y forma como una trenza que poco a poco se estrecha, se afina, se tensa, ella gira despacio, cada vez más despacio, de golpe se agarra a la banda de seda y se alza apenas unos centímetros, la banda comienza a destrenzarse cada vez a mayor velocidad, las piernas de ella, extendidas, giran como las aspas de un ventilador, el hombre gime, solloza, estalla, ella suda y suspira.
El gallego guarda las cajas de cedro, que pasan con rapidez de la mochila de Ariel a las del español, luego el hombre contempla a la luz de una pequeña linterna, uno de los cromos, acaricia con sus dedos sucios de nicotina el seno mórbido de la muchacha, sigue con la uña el torneado de la cintura, busca sus ojos pícaros, la prometedora humedad de los labios. Ofrece un precio y Ariel niega, niega varias veces antes de que los cromos pasen también de un dueño a otro, Ariel cuenta los billetes, los enrolla y guarda en el bolsillo, ha hecho un buen negocio piensa, pero siente un peso extraño, siente culpa, pero tiene billete para rato.
Obispo a esa hora huele a chamusquina. Ariel camina calle arriba satisfecho, en contra de la corriente, a esta hora el movimiento de las personas va del Parque Central al mar, con paradas en el Floridita, alrededor de la estatua de Albear, claves, guitarras, tabores se mezclan con el batir de los cobres bruñidos, con el golpear del mazo en la retorta de los alquimistas, sombras sigilosas de deslizan por la aceras, hay llamadas y reclamos, hay urgencias y comercio que se satisfacen en las sombras.
De la droguería llega el olor a clavo, a canela, a vainilla quemada, una muchacha cruza frente a Ariel y le deja un ligero olor a tabaco y jazmín, una mezcla rara algo que queda unos instantes en el aire y se desvanece poco a poco, Ariel sigue con la visita a la muchacha, lleva una saya larga y un tintinear como de cascabeles, ella se pierde en las sombras de la droguería y Ariel entra, del mostrador de caoba no queda nada, solo un muro renegrido, fragmentos de porcelana y cristales esparcidos por el suelo que estallan al paso de Ariel, cree vislumbrar la saya entre las ruinas, cree escuchar el sonido de los cascabeles y la busca entre los restos del mostrador y los muebles.
Un vagabundo duerme tendido a todo lo largo del pasillo, una sombra ofrece hierba de la buena, de la que fumaba Bob Marley. Después de atravesar un pasillo, entra en un amplio salón respetado a medias por el fuego, aquí los daños no han sido tantos. Descubre al final el resplandor de una vela.
Una muchacha desnuda sobre una alfombra deshilacha, chamuscada por el fuego, sorbe el polvo de una preciosa cajita de rapé, le mira y sonríe, con ambas manos, en un gesto de calculada voluptuosidad se suelta el cabello, le ofrece la cajita de rapé y él la toma con cuidado, observa el polvo carmelita y olfatea, el polvo le produce un fuerte picor y estornuda con fuerza.
Hacen el amor sobre los cojines seda, frente a los espejos rotos en loca fantasía de imágenes inversas, hacen el amor sobre las ruinas del mostrador, en las vidrieras, sin importarles los cristales que hincan la carne, el hollín que se impregna a la piel, los olores del más allá que llenan los salones, hacen el amor a la luz de la luna que ilumina la calle Obispo.
El sorbe el rapé entre los senos, el cuenco milagroso del vientre, lame el rapé de los labios húmedos, de la ingle, del clítoris y de la curva de la espalda, extrae una caja de cedro sobreviviente del negocio y riega los habanos sobre el cuerpo desnudo de la muchacha, se ahumean, se queman con la ceniza, ella introduce los puros en su sexo, en el ano, el muerde los labios tersos, se sumerge en un marasmo de olores y vapores de otros tiempos, sahumerio del que emerge desleído, vencido, aletargado. Duermen abrazados, el vendedor anuncia su hierba Marley original, el vagabundo despierta y sale a hacer su ronda de en los basureros.
Despierta desnudo, cubierto de hollín, a su lado los cigarros esparcidos, a medio quemar, y uno de los cromos, desde el que le mira el rostro perfecto, la sonrisa pícara de una trigueña, rodeada de flores, árboles y palmas. Besa el rostro de oro de la virgen que cuelga en la cadena que le regalara su madre, recoge dos o tres cigarros y los guarda en una caja de cedro.




MIENTRAS LLUEVE EN LA HABANA

El Arca
Agua por todas partes, paredes grises que se unen en un horizonte difuso, imperfecto, cortado por la lluvia. Hace un año que llueve sin parar. Si te asomas a la ventana puedes ver la maldita agua por todas partes y un cielo negro, compacto. Comenzó a llover justo el día en que pensaba suicidarme. Parado en el balcón, me iba a lanzar al vacío, cuando estalló el primer trueno y a continuación comenzaron a caer gruesos goterones.
Según pasaban las horas subía el nivel del agua, achocolatada, hedionda, cubierta de heces, de animales muertos, de objetos flotantes no identificados. Bajé las escaleras, llegar hasta el lugar donde se ocultaba el arca era mi única esperanza. Temía quedar cercado por el agua. Uno de esos objetos lanzado a gran velocidad por la corriente, me golpeo con fuerza en la cabeza y perdí por unos segundos el sentido. Sumergido en el líquido, medio ahogado, nadé con fuerza en busca del escondite.
No, esa no era la forma de morir. Aparecería, hinchado, flotando, medio descompuesto, con los ojos podridos fuera de las órbitas. Recordé la imagen de un ahogado en el malecón, al que unos niños, que le encontraron entre los arrecifes, le tiraban piedras. Una cosa amorfa, pestilente, inflada. No, esa no era forma de morir, y nadé con fuerza para ponerme a salvo.
Nadé desesperado en dirección al cobertizo que había construido detrás del edificio, para guardar algunas herramientas y que servía de refugio al Arca. Un artefacto, construido con maderas de varias clases, ancho como una cáscara de nuez. El techo erigido con planchas de fibrocemento y pedazos de aluminio robado de las señalizaciones de las carreteras. Podía leerse en sus laterales, especies de cornisas recomendadas por un “conocedor” para hacer la embarcación más hidrodinámica, Guanajay 50 Km., Mantenga la derecha, Sólo entrada, Bienvenidos a Cienfuegos la Perla del Sur, Desvió 4 km...
Ahí estaba el Arca, bautizada por Manolo, uno de los socios del barrio, por su forma de cascarón techado. 12 viajaríamos en la embarcación, proa a Miami, pero nunca nos hicimos a la mar
El Arca para ir a reunirme con Susana. - resultó imposible conseguir como trasladar la barca hasta la costa-. El Arca para escapar de una maldita vez. -camiones y rastras, cobraban un precio excesivo para nuestros bolsillos-. Surgieron divergencias en el grupo y el Arca quedó relegada. Primero se convirtió en sitio de escarceo de parejas furtivas, luego, un aprendiz de empresario la convirtió en cabaret nocturno con show de travestis incluido. Luego el Arca pasó a ser zona de los CDR, lugar de reunión de la Asociación de Combatientes, escuela de ajedrez y taller de reparaciones de cocinas de gas. Hasta que logramos rescatarla una noche y la escondimos en el cobertizo de las herramientas. Desde entonces se convirtió en taller de escultura, hacía allá trasladé todos mis artilugios, mis obras rechazadas una y otra vez, estigmatizadas por los sesudos funcionarios de cultura.
Introduje en la barca, una vara de pescar y unas velas, solté las amarras y me dispuse a navegar. A las 48 horas de aguacero el nivel del agua comenzó a crecer dramáticamente. Ya al 5to día, el agua sobrepasaba el techo de las casas y se acercaba al segundo piso del edificio, donde todas las familias vecinas se habían refugiado. Algunos botes navegaban cargados de familias enteras, otros usaban cualquier medio de navegación, tablas, troncos de árboles, salvavidas, balsas.
A la semana justa, el diluvio cubrió los edificios más altos. Navegaba a la deriva. Cerré la puerta y la ventana y me dispuse a esperar, acongojado por la suerte de mis amigos, conocidos y familiares y por la ciudad cubierta por las aguas.
SUSANA
A Susana la conocí en el Malecón. Un grupo de amigos bebíamos ron sentados en el muro, alguien, acompañándose de una guitarra, interpretaba canciones de John Lennon, los demás le hacíamos coro, empeñados en desafinar cada vez más y mejor. Entonces la vimos pasar, llevaba un vestido rojo que le sentaba de maravilla. No era muy alta, más bien menuda, pero llena de donaire. No recuerdo bien que fue lo que le dije, pero sabía que no podía dejarla ir, era tanto el nerviosismo que no entendía nada de lo que hablábamos. El caso es que se unió a nuestro grupo.
Se acababa de graduar del Pre, por lo que celebramos juntos su diploma. En breves minutos capitalizó la atención de todos. Sacó un cigarro lo encendió, -al atraparlo con los labios, estos tomaron una forma semicircular, se proyectaron hacia fuera, sensuales-. El pelo lo llevaba corto, cabellos de un negro tupido que contrataban con la piel muy blanca, los ojos negros, algo rasgados y muy brillantes. Los amigos hacían chistes y cantaban, nosotros nos mirábamos.
El Malecón de noche, convertido en un animal salitroso, agujero negro donde los habaneros, por costumbre o masoquismo o por intentar huir del calor buscamos refugio. El Malecón siempre ha sido el Malecón, el sitio más concurrido de la Habana, otrora lleno de luces, sitio de carnavales, con sus comparsas y paseos de carrozas, lugar favorito de parejas de enamorados, sitio ideal para pasar el rato, encontrarse con los amigos, conversar, hacer nuevas amistades. Ahora convertido en baño público, acera de putas, mercado clandestino
Ese día en que nos conocimos Susana yo, aún conservaba parte de su encanto, los amigos cantaban y nosotros nos besábamos, alumbrados por las luces de los autos, interrumpidos por los gritos lanzados de algún vehículo, ¡Suéltala¡ o por los chiflidos de algún jodedor. El Malecón apenas era ya el Malecón pero las parejas se besaban en el muro. Familias enteras huían del calor, un calor agobiante, nunca antes sentido. Era un verano largo, con deseos de convertirse, de verdad en eterno. La brisa que soplaba de vez en cuando, levantaba nubes de un polvo salitroso que se metía en los ojos y causaba irritación.
Un viejo recordaba que ahí mismo, frente al hotel Riviera, estaba emplazada una antiaérea, cuando la crisis de octubre. Una señora recordó a Mayra Tirado, la más hermosa de las Estrellas del Carnaval Habanero, con su pelo medieval y su sonrisa inigualable, hablaba de carrozas repletas de luces y de las comparsas evolucionando por la avenida, del Afrocán, de los Reyes 73, Ricardito y los Latinos, Van Van y Revé, Rumbahabana y los palcos llenos de luces de colores y las pipas de cerveza y las pergas y las serpentinas y las bengalas y los fuegos artificiales y otra le dijo que sí pero y las navajas y los carteristas y las broncas y los muertos y los cascos blancos dando golpes sin misericordia y la señora de nuevo, si pero una maravilla y la carne de puerco y el arroz con calamares y el chilindrón picante, todo tan barato y el señor de la antiaérea que todo tiempo pasado fue mejor y otro que en el capitalismo con dos pesos uno era rico y comía lo que quería no como ahora y la señora del carnaval y el de la antiaérea le cayeron arriba con lo de la educación gratuita, la salud y los 20 000 muertos, entonces alguien habló de Gorbachov y la Perestroika y el de la antiaérea dijo que ese era un traidor, un agente de la CIA y el otro siguió que si Solidaridad que el Muro de Berlín que Rumania la señora del carnaval dijo que ella no sabía mucho de esas cosas que le bastaba ver el noticiero y el viejo de la antiaérea que eso en Cuba no va a pasar y mis amigos cantaban de nuevo y nosotros nos besábamos en el muro, mientras el de la Perestroika hablaba de Glasnot y economía de mercado, de la medidas de racionamiento de combustible, de carnés rojos clavados en los muros de Budapest y Praga, la señora pensativa regresaba a sus carnavales, a los Marqueses y el Alacrán, a La Jardinera y los Dandy y el tipo de la antiaérea recordaba que la URSS es indestructible, que no se le puede dar marcha atrás a la historia.
Estuvimos hasta las tres de la madrugada en el Malecón, nunca olvidaríamos esa noche. Caminamos media Habana nocturna acompañados por las guitarras de los amigos y las protestas de los vecinos. Esperamos hasta el amanecer para tomar la primera guagua, en uno de tantos parques.
Susana se parecía mucho a Dalila, parecían gemelas, desde la partida de mi prima nunca más me había vuelto a enamorar. La hermosa Dalila, que vino una vez a vernos, gusana convertida en mariposa. Susana se parecía tanto a mi prima que un día, pero 14 años después partiría también, siguiendo el rastro de de los ahogados, la luz de las noctilucas, rumbo a Miami.
Los primeros vendedores de periódicos, anunciaban buen tiempo en la región occidental, nublados en la central, mucho calor en oriente y la desaparición de la URSS, el “desmerengamiento”, fue la palabra utilizada.
DALILA
Agua por todas partes, la lluvia golpea sobre el tejado de zinc de la barca, es un sonido que adormece, que embriaga, lluvia sobre el tejado de zinc caliente, nosotros dos sobre el tejado de zinc del campamento de la escuela al campo, ardiente por el sol, Dalila y yo, la prima Dalila, la deliciosa Dalila, la tremenda Dalila, después de una extenuante jornada de trabajo en el campo guataqueando plátanos, combinando el estudio y el trabajo, forjándonos como hombres nuevos, templando el acero, templándonos mi prima y yo, desaforadamente, heroicamente sobre el tejado ardiente de sol.
Susana se parece mucho a Dalila, parecen gemelas, quizás por eso me fijé en ella, dos mujeres y un destino, parece un título de culebrón mexicano, de telenovela, dos mujeres, una que se marcha en medio de los abucheos y las marchas en pleno 1980 y otra que hace lo mismo 14 años después en 1994, pero sin marchas, ni himnos patrióticos, ni abucheos. Susana se marcha entre camiones que conducen improvisadas embarcaciones rumbo al mar, entre el golpeteo de martillos y chirridos de sierras que construyen balsas, entre el aplauso de la gente que despide a los que se van, a los que se lanzan al mar, entre banderas cubanas y efigies de la Caridad del Cobre y llantos y abrazos de despedida junto a los costa, un mar de balsas que se lanzan al festín de los tiburones, esta vez no hay huevos, actos de repudio, constricciones vergonzosas, humillaciones. Susana cruza rumbo a la orilla donde le recogerá la lancha, acompañada de manos que dicen adiós, que rezan un rosario, entre gente que encomienda a Dios a sus hijos, a sus esposos, a sus padres.
Recuerdo el buró de mi tío inmenso, pisapapeles con efigie de Lenin en bronce, en el librero El Capital, las obras completas de Marx y Engels y Lenin y Mao y Stalin. A la entrada del despacho había un cartel La igualdad es el fin de las clases firmado por Carlos Marx. Mi tío con sus galones dorados, su uniforme vede olivo impecable siempre, perfectamente almidonado y planchado. Los viajes en Alfa Romeo a la escuela y al pasar por uno de los laterales del colegio-
- Ese muro lo levantó el Ché con sus propias manos.
Su chiste favorito
- ¿Sabes que nos diferencia?
Pausa en la que siempre se arrascaba la barbilla
- Ellos, los capitalistas, acumulan dólares, marcos, yenes, libras etc. Nosotros acumulamos horas de trabajo voluntario.
Nueva pausa de ojos maliciosos y luego soltaba la carcajada sonora de tenor.
En la casa tomábamos té por las noches, el tío decía que el té era una bebida bolchevique y entre taza y taza nos leía pasajes de La carretera de Volokolams, Los hombres de Pafilov, El Comité Regional Clandestino Actúa, Chapaev, Así se templó el acero etc. Tío afirmaba muy serio que Lenin, Félix Edmundovich, Zinoviev, Yagoda, Veria, Stalin, Gagarín, Brevniev, Mao, Honecker, bebían té por litros, aseguraba que los guardias rojos bebieron té antes de asalto al Palacio de Invierno, que Yurí Gagarín se bebió una garrafa mientras le daba la vuelta a la tierra, que las sabias y justas medidas de Stalín se debieron al efecto moderador del té negro.
Todo parecía ir bien, al menos para nosotros. Dalila y yo asistíamos a la escuela, teníamos una buena casa, éramos los hijos del comandante Marcos y teníamos un hermoso Alfa-Romeo color rojo vino y una casa en la playa y un perro pastor.
Dalila y yo fuimos inseparables, estudiamos juntos la primaria, y terminábamos la secundaria cuando llegó la debacle. Todo comenzó por un hablar en susurros de tío y tía y de algunos amigos, por la desaparición de algunos cuadros y objetos valiosos de la residencia. Marcos en casa y el rumor de que estaba tronado, de que había cometido no se que error, de que estaba en desgracia. En plan Pijama.
Un día de 1980 asistíamos a una fiesta en casa de unos amigos cuando alguien llegó invitando a todos a ir a una fiesta en la Embajada del Perú, escuchábamos a Roberto Carlos- entonces prohibido- y muy pocos le prestamos atención a los que decía el socio.
A la mañana siguiente nos enteramos que un grupo de personas se había introducido por la fuerza en la Embajada del Perú y que el gobierno había retirado la custodia a la Embajada. Fue como un estallido, miles de personas se precipitaron hacia la Embajada. Dalila y yo nos acercamos a curiosear y vimos asombrados a policías dejar las armas en la acera y entrar a la sede diplomática en busca de asilo, militantes del Partido arrojar sus carné rojos al césped, familias enteras saltar la cerca del edificio. Era el clásico dicho de meter la Habana en Guanabacoa, -10,000 personas cruzaron la cerca-, pero en este caso era meter La Habana en una Embajada, Cuba en una Embajada.
Dijeron a las personas que podían regresar a sus casas, que no les pasaría nada y vino el Mariel y los actos de repudio y las golpizas.
Desde que quedé huérfano vivía en casa de mis tíos, en esos días me enviaron a casa de la abuela a pasar unos días, mi relación con tío Marcos no era nada buena últimamente, sobre todo desde que descubriera la relación entre Dalila y yo. Además yo era un joven revolucionario y no podía transigir con sus aptitudes oportunistas, desviacionistas, revisionistas y no se cuantos istas más que me mostrara el director de la escuela, aptitudes no acordes con el proceso revolucionario, aptitudes que situaban a mi tío de golpe y porrazo en la fila de los enemigos de la patria, aclaraba el secretario de la ujotacé.
Ese día lo recuerdo muy bien. La turba desfila y grita y arroja huevos y piedras y escribe TRAIDOR en la fachada de la casa con pintura roja. La clara de huevo resbala por la piel y luego se endurece, cristaliza y forma una costra y Dalila camina desnuda, con el cartel colgado al cuello ESCORIA.
Escoria, desecho, hez, horrura...Escoria: sustancia que sobrenada en los crisoles a modo de espuma, cuando se funden los metales, cosa vil y despreciable ¡Qué se vallan! ¡Qué se valla la escoria!
Y se fueron por el puerto del Mariel, 200,000 personas, sin despedidas, sin lágrimas y un día, años después, descienden del avión, con esas sonrisas de otro mundo. Flash de cámaras fotográficas y gente que corre a abrazar a sus familiares, agarran las maletas cargadas de baratijas y se besan y ahí está la prima Dalila, sin el cartel en el cuello, sin el huevo vitrificado en el rostro, sin la pintura roja sobre el cuerpo desnudo, Dalila enigmática y sonrosada y Marcos con las canas teñidas de caoba, un sombrero en la mano, nosotros como la espuma que flota en el crisol, yo oculto en la multitud como aquella tarde de 1980, alguien a mi lado me ofrece un huevo para que lo lance sobre mi tío que camina entre dos hileras de “pueblo enardecido”, cubierto de pintura, orine, huevos, rodeado por las furias que le gritan traidor, gusano, escoria y le lanzan piedras, una mujer con el rostro desfigurado por la ira lanza un orinal con heces fecales al rostro de mi tío, y las furias observan, tengo miedo, mucho miedo y hago un movimiento leve con la muñeca y arrojo el huevo lejos del blanco. A un vecino le golpean las piernas con un bate, un tipo se orina sobre él. ¡Gusano!, ¡escoria! le gritan y le arrancan la ropa a su mujer que pide auxilio.
Dalila sale por la puerta de la terminal aérea y corre y me abraza y llora, tomo una lágrima con disimulo y la pruebo, espero encontrar alguna reminiscencia del llanto de 1980, ese que ella no dejó brotar, al menos mientras estuvo en tierra, mientras el barquichuelo se alejaba de la costa con su carga de desterrados del paraíso.
Dalila es mucho más que una prima y nos abrazamos y lloramos los dos, le presto el pañuelo y se sopla la nariz, sonríe y me entrega los tenis blancos, los inalcanzables tenis blancos de mis sueños.
Le hablo de Susana, de mi gran amor y Dalila habla de un tal Dave y de cosas que parecen de otro mundo. Luego de recorrer la Habana, comparar, criticar, olvidar una ciudad que desconocen que cambió, que no se parece en casi nada a la que construyeron en su años de éxodo y se marchan al fin, esta vez en avión y se llevan una ciudad que volverán a deconstruir, a soñar para volverla buscar, se van y le dejan los tenis blancos, bolígrafos, llaveros, fosforeras, shake hans, algunos verdes In God we trust y el sabor insípido de la nostalgia.
SUSANA
La primera vez que hicimos el amor, caminamos media Habana buscando donde meternos. Susana no quería, por nada del mundo, secundarme en mi gusto por los parques, por las esquinas oscuras, por los árboles, por los pasillos, por las escaleras, lugares ideales para parejas de menguados bolsillos como nosotros. Después de recorrer los barrios adyacentes y comenzar a desesperar - casi clamo a gritos por una de aquellas posadas, con sus cucarachas, sus ladillas, sus sábanas sucias, sus mirahuecos, sus botellas de agua, sus colas interminables.
La primera vez que fui a uno de esos, después añorados, tugurios. Inventados por algún genial compatriota para paliar la falta de privacidad de las parejas, afectadas por la escasez de viviendas. Sitio ideal para pegar tarros, para relaciones no oficiales, para chismes y comentarios, para conocer nuevas amistades, para ligar nueva compañía, para vender o comprar artículos de todo tipo. Con sus tres colas, las de las parejas honestas –o comemierdas, según se mire en cubano- que marcaban la cola oficial y podían demorar tres días para entrar a echar un palito de una hora, la cola de los vivos que le pagaban 5 pesos por la izquierda al posadero y se demoraban menos tiempo para entrar y la de los mirahuecos que pagaban 20 pesos por mirar por un agujero a las parejas que hacían el amor y masturbarse. Dalila y yo, llegamos cohibidos, nerviosos, a una casita pintada de blanco, con un lumínico donde se juntaban dos cabezas amorosas, custodiadas por el letrero Albergue INIT. Marcamos la cola y después de 4 largas horas de espera, sonó el timbre del teléfono nos dijeron el número de la habitación, pasamos por la taquilla, pagamos por dos horas, nos dieron una toalla mugrosa, una botella con agua (jamás había agua para lavarse) y la llave. La habitación en semipenumbra, alumbrada por un bombillo cubierto de cagadas de mosca, una cama desvencijada, sabanas sucias, agujeros en puertas y ventanas, calor, humedad, las paredes llenas de letreros, aquí estuvieron Felo y Fela, El culo de Cuca, Fefa la de los 37 movimientos, Yeyo ama a Betty, a templar y a mamar que el mundo se va a acabar, aquí le cogieron el culo a Chencha la cambá y así por el estilo. Al menos pudimos obtener un sitio con cierta privacidad, que ahora, convertidos los Albergues INIT, por obra de los derrumbes en la Capital o gracia de algún funcionario entusiasta, en albergues para los afectados por los derrumbes, uno no tiene sitio donde meterse con una mujer y no le queda más remedio que jugar parque o esquina. Susana soñaba con una habitación con aire acondicionado, TV, video, espejos en las paredes, baño con agua caliente. Sueños imposibles. Yo insistía en mostrarle hermosas ruinas de la Habana Vieja, preciosos y románticos derrumbes de Centro Habana, muros derruidos del Vedado, esquinas oscuras, matorrales naturistas, dienteperro a la luz de la luna, pasillos, azoteas indiscretas donde podíamos gozar de la brisa marina, bajo las estrellas. Pero Susana decía que eso era templar y ella quería hacer el amor conmigo.
Al final terminamos bajo el elevado de 100 y Boyeros. Compartimos un trocito de semioscuridad con otras parejas que competían por ver quién gritaba más alto. A pesar de su insistencia en el amor bajo techo, fue Susana la que más rápido entró en ambiente, sus gritos y gemidos pronto compitieron en riqueza léxica, volumen, matices, intensidad y frecuencia con las parejas vecinas. Luego de un breve escarceo, se subió la saya, la enrolló en la cintura, se abrió la blusa, enlazó sus piernas a mis caderas y no dio, ni pidió tregua. Fue una noche maravillosa, salvo algún que otro masturbador que se acercó demasiado al área de impacto, alguien que se detuvo a orinar cerca de nosotros, un borracho, un perro, algunos mosquitos y mucho calor, un calor inclemente, pegajoso que hizo que termináramos bañados en sudor. Fue una noche inolvidable. Iba a decirle a Susana, que a pesar de lo inconveniente del lugar había sido una de las mejores noches de mi vida, cuando mirándome a los ojos y adelantándose como siempre dijo.
- Sabes Noel, creo que es mejor templar que hacer el amor.
Caminamos hasta el amanecer por la ciudad a oscuras, sin hablar, llenos a tope de felicidad. La Habana parecía una ciudad en asedio, alumbrada a retazos, calles vacías, cero guaguas, podías acostarte a dormir en medio de las avenidas. Era peligroso caminar por la ciudad a esas horas, pero la dicha que sentíamos nos hizo olvidarlo todo. No sentíamos la caminata, el calor sofocante, no nos acordábamos de los lanzadores de botellas, de los asaltantes de todo tipo que pululaban por la urbe a oscuras.
Acompañé a Susana hasta su casa, nos despedíamos cuando la madre se asomó al balcón.
- Noel, ¿no pensará ir a esta hora para el Reparto Eléctrico?
Me invitó a quedarme en su casa, la opción era muy agradable, por la posibilidad de dormir bajo el mismo techo que mi amada y por la imposibilidad de llegar a esa hora a mi casa. Regaños por lo tarde que era, lo peligrosa que estaban las calles, etc., etc. Excusas por no tener nada que brindarme, un poco de moros con cristianos, (frijoles cosechados por ella misma, sembrados en unas latas vacías de leche condensada, frijoles que se enredaban en la reja del patiecito), un té de caña santa, para calentar el estomago y a dormir en el sofá.
Susana y su mamá vivían en un edificio prefabricado, en el primer piso, la sala-comedor y la cocina y arriba, dos cuartos y el baño, el sofá era un antiguo sofá-cama venido a menos, pero muy cómodo, en la pared un afiche de Fidel empuñando un fusil, rodeado de montañas y nubes. Por las junturas de las placas prefabricadas entraba un poco de fresco que aliviaba algo la calina. Un viejo ventilador ruso, marca Órbita, descansaba indefenso sobre una silla, en espera de un poco de electricidad, lo mire fijo varias veces, nos sentimos inútiles los dos. Me entretuve haciendo girar las aspas con el dedo índice hasta que pude quedarme dormido.
LA LLAMADA.
Soñaba todas las noches con Susana. Noche tras noche. Despertaba por la madrugada bañado en sudor, literalmente asado por la calina. Susana, Susana. Sentía su presencia en la cama, su respiración, la piel mojada por el sudor. Habíamos vivido dos años juntos, en mi apartamento del Reparto Eléctrico, su madre me odiaba por eso, ella quería algo mejor para su hija, que estudiara una carrera, que se casara con un hombre hecho y derecho, no con un loco sin oficio ni beneficio, “escultor” decía con desprecio, vivíamos como podíamos, de venderles baratijas artesanales a los turistas, de revender cosas de dudosa procedencia, de lo que fuera, pero nos entregábamos con pasión a nuestras esculturas, únicamente me sentía yo en contacto con la piedra.
Las sábanas despedían un olor agrio, suma de sudores, madrugadas tras madrugadas y recordaba su obsesión por la limpieza, las sabanas blanquísimas lavadas por sus manos. Sentía ruido de pasos, el agua correr en el lavamanos, la oía cantar, secarse la piel duro con la toalla, como acostumbraba hacer. Encendía el mocho de vela junto a la cama y la buscaba por toda la casa. Se había convertido en eterna compañía, me escoltaba con la persistencia de los muertos. Sólo los muertos suelen mostrar tanto apego. Solo ellos regresan con tanta persistencia a los seres queridos. Pero Susana se fue con otro, Susana se había marchado acompañada de otro tipo. Entonces ¿Por qué tanta perseverancia?, ¿Por qué ese empeño en hacerse presente?
Se fue en una lancha. El tío, un tipo al que jamás había visto en su vida, le pagó a alguien para que viniera a buscarla. Todo un privilegio y una suerte después de todo, era preferible viajar en una lancha a tener que lanzarse al mar en un par de cámaras de tractor, sobre bidones llenos de aire comprimido, sobre tanques de 55 galones atados con soga, encima de cuatro tablas sujetas a como diera lugar, en una plancha de poli espuma impulsada por un papalote, en un chevrolet del 58, calafateado y convertido en barca.
La imagen atravesando el estrecho de la Florida, acompañada de cientos de espectros, por miles de sombras que deambulan perdidas en esa negrura. La imagen que deja atrás, que pasa rauda entre cientos de almas que buscan la otra orilla, acompañada de voces alegres, primero, terribles después, voces que cambian de tono, de tesitura, voces que claman a Dios, llantos y gritos que no parecen humanos y luego el sol que alumbra las tablas desechas, los neumáticos semihundidos, el lomo de los tiburones, aletas dorsales, que no cesan de girar en torno, que saben que ahí hay comida segura, sobre esas balsas ahítas de gente asustada y medio muerta, azotadas por un sol inclemente. Después de tantas horas en el mar la gente pierde la razón.
Era la segunda llamada desde que se fue. Pensé que exorcizaría los fantasmas, que sus apariciones se harían menos frecuentes, pero sucedió todo lo contrario, su presencia se hizo constante. Después de esa llamada comprendimos lo innecesario de las palabras y compartimos el silencio, un silencio lleno de reverberaciones de sol sobre el agua, lleno de algas, cargado de peces muertos.
Sonaba el teléfono, levantaba el auricular y permanecíamos en silencio. Casi no salía de la casa en espera de la llamada, por miedo a perderme ese silencio. Esa obsesión de escrudiñar el vacío, era peligrosa, no medimos las consecuencias, ese contacto con el caos, ese espacio perdido entre dos mundos. A veces se escuchaba un balbuceo indefinible, o el gorgoteo del mar entrando a los pulmones, el silbido del aire que escapa de las carnes laceradas, entrechocar de dientes, tenues llamados de auxilio.
No hay palabras. Reclinado en el cuarto escuchaba el silbido del aire que entra por la pared agujereada, perdido en el mapa lunar de la pared esperaba el timbre del teléfono, la llamada del más allá. Pero más allá de los sueños hay una vida real que exige soluciones cotidianas, remedios detestables, nuestra vida esta expuesta a los olores del baño, a los gritos de la mujer del vecino, pidiendo más pinga, a las agresiones del despertador, a una llave que gotea en la placidez de la madrugada, a la vecina que anuncia a todo volumen que vino la pasta de oca o que llegaron, al fin, los añorados huevos. Nuestra vida está expuesta a montones de cosas, no mandamos en nuestras vidas, nada de lo que hacemos es en nuestro beneficio, somos presos de esas cosas a las que estamos expuestos, el transporte, la cuota alimenticia, el agromercado, los precios que suben constantemente, los discursos, todo lo que nos falta y lo que nos sobra, las consignas, la propaganda política, la mentira. La vida real no permite que uno esté horas y horas frente al teléfono, la vida real es celosa, exigente, no permite que la desatendamos. Mi sentido de conservación, la habilidad de sobreviviente que permitió que llegara hasta aquí, estaba hecha añicos, se precipitó a tierra. Sentía el cuerpo como algodón de azúcar, deshilachado, caramelo derretido.
Ese mismo día de la segunda llamada, vino mi exsuegra, deshecha en llanto, demacrada, parecía que le habían caído cien años encima. No la veía desde antes de la salida de Susana y me causo inquietud su estado de deterioro físico, sus ojos extraviados, como de loca. Vino a decirme que Susana no había llegado a los Estados Unidos, que la lancha jamás llegó a Miami, que se habían perdido en el mar. La miré con conmiseración, sabía que mentía, yo había hablado dos veces con Susana, dijo que no que no podía ser, que se ahogaron Noel, iban más de 20 personas en la lancha, un mal tiempo Noel, sin sobrevivientes, yo sabía que mentía, mentía descaradamente, su llanto, su desesperación parecía sincera, pero yo sabía bien los zapatos que calzaba la señora, la conocía bien, si Noel, murió, es terrible, pero es verdad. La acompañé a la puerta sonriente, sin discutir con ella, con los locos no se discute, sonriente para que supiera que yo sabía la verdad que Susana vivía en Miami, que estaba bien y que pronto hablaría con ella de nuevo por teléfono.
Después de eso las llamadas se sucedieron, casi todos los días. Siempre que la vida real me daba un receso. La vida real, mira que decirme a mí que Susana había desaparecido tragada por el Estrecho. En eso sonó el teléfono y levanté el auricular.
EL SUICIDIO
Decidí matarme. Parado frente a la pared de la sala, elucubré cientos de variantes para ponerle fin a la vida, uno puede ahorcarse, envenenarse, tirarse desde el balcón de cabeza a la calle, cortarse la venas, abrir la llave del gas y cerrar puertas y ventanas, ahogarse en un tanque de 55 galones lleno de agua, darse un tiro. Luego tuve que desecharlas una por una, no me gustaban los ahorcados, envenenarse no es cosa de hombres, cortarse las venas igual, no tenía cocina de gas sino de kerosén, tampoco pistola, ni posibilidad de conseguir una, quedaba ahogarme en un tanque de 55 galones lleno de agua o lanzarme del balcón. Para hacer uso del tanque tenía que empezar por esperar a que alguna vez entrara agua al edificio, para poder llenarlo y luego ahogarme, eso podía aplazar indefinidamente la muerte, lanzarme a la calle parecía ser la única opción.
Todos los cráteres, planicies y regiones del Planum Boreum estaban representados en las paredes a punto de caerse por la humedad, por varias partes asomaba el ladrillo, en otras podía verse la calle a través de agujeros por los que en días de lluvia penetraba libremente el agua y el viento. En una de ellas conservaba una fotografía de Susana en marco plateado. Mi vida era una constante acumulación de vacíos, había perdido a Dalila, había perdido a Susana y este último vacío era irreparable. Estaba enfermo, enfermo de tedio, de soledad, de calor, de insomnio, indigestado, repleto a punto de reventar de mentiras, de mentiras absolutas y universales, de mentiras pequeñas, locales, azules, negras de todos los colores, a punto de explotar de tantas verdades, verdades que se atoran en la garganta, verdades imposibles de digerir, verdades que causan obstrucciones intestinales, crisis hemorroidales, inflaman el hígado, pudren los riñones, destruyen el páncreas y revientan la vesícula, verdades que convierten al corazón en una cosa amorfa, incolora, un amasijo esponjoso, insensible, verdades que se empozan y nos convierten el alma en una especie de laguna de oxidación
Busqué en el escaparate las cartas de Susana, escritas con letra firme y menuda, de trazos claros, cada palabra llevaba su huella particular, su personalidad. A ella le gusta escribir cartas de amor, incluso cuando me dejó de amar seguía escribiendo cartas de amor. Cientos de cartas, algunas ya comenzaban a ponerse amarillas. Amontoné las cartas en el fregadero, las rocié con alcohol y encendí un fósforo, es un placer quemar, ver cosas devoradas por el fuego, empuñar la manguera con embocadura de bronce, esgrimir la gran pitón que escupe kerosén venenoso sobre el mundo Montag sonrió con la forzada sonrisa de todos los hombres chamuscados y desafiados por las llamas, empecé a arrojar al fuego nuestros libros, poco a poco ardieron hasta quedar convertidos en ceniza, ¿Eso era al final la palabra? ¿Un montón de ceniza?
Salí al balcón, la calle estaba desierta, El que cayera de esta altura a la calle sin dudas no hacía el cuento, 4 pisos de un edifico prefabricado, el único en esta zona antigua del Reparto Eléctrico, antes vivían en esta área, los empleados de la Compañía de Electricidad. Unas cuadras más y se entra en el conglomerado de construcciones horribles, cajones, amontonados, todos iguales, uno encima del otro, construidas en los 70 y 80.
Estaba decidido a lanzarme, contemplé la altura una vez más. Unos perros se disputaban un pollo o un pájaro, un can tiraba de una de las alas y otro de una de las patas, mientras un tercero gruñía exigiendo su parte. Me vi cayendo en picada sobre los canes en disputa, que de inmediato soltarían la presa, para solidariamente compartir el manjar que les caía del cielo. Les vi lamiendo la sangre, deleitándose con mis sesos, saboreando el hígado, trozando con sus colmillos afilados los riñones. Calculé el área de impacto, caería justo en medio de los perros, mi último pensamiento antes de morir sería para Susana. Recordé el cuento de un amigo donde los pasajeros esperaban pacientemente a que el tren atropellara una res, entonces los matarifes se lanzaban cuchillo en mano a trozar al animal, luego cargaban los despojos y arribaban a la ciudad asediados por la policía, los revendedores, los compradores y la familia que espera el trozo de carne. Imaginé a los matarifes lanzándose sobre mi cuerpo, disputándose como lobos el mejor pedazo, los cuchillo afilados cortando la carne, las familias a la mesa, las mujeres con los ojos brillantes, los dientes, la masticación, el saboreo acompañado de risitas de satisfacción y ojos en blanco, el rostro complacido del jefe de familia mientras observa a su mujer e hijos tragar la carne y se lleva a los labios un trozo de mi riñón.
Un relámpago cruzó el cielo, su estampido sorpresivo distrajo unos segundo mi decisión tomé impulso de nuevo. Otro relámpago más fuerte. ¿Llovería por fin en la Habana? Hacía más de 40 años que no caía una gota de agua, la ciudad ardía de calor y moría de sed. Otro relámpago y una serie más ininterrumpida, el flascheo de los rayos iluminaba el cielo, comenzó a soplar un fuerte viento con olor a humedad.
Se fue la luz, ahora sólo los rayos iluminaban el reparto en sumido en la oscuridad, alguna que otra vela o mechón titilaba tras las ventanas cercanas. Miré de nuevo hacia la posible área de impacto, no se veía por la oscuridad, los ladridos de los canes se alejaron en dirección a la esquina, tomé impulso, menos decidido. La fuerza del estampido del rayo fue tremenda, había caído bien cerca, quedé medio sordo y medio ciego, comenzó a llover, gruesas gotas tibias, las deje hacer sobre mi cara, acepté sus caricias. ¿Esta lluvia y estos truenos no serían una señal de los dioses? ¿Un aviso de Dios, Zeus, Changó o Alá? Por lo que fuera no me hacía mucha gracia morir bajo la lluvia, desangrarme diluido por el aguacero, terminar cubierto de fango. No, lo dejaría para mejor ocasión, cuando dejara de llover.
Estuvo lloviendo toda la noche, toda la madrugada, toda la mañana, parecía que no iba a parar de llover nunca. Llovía y relampagueaba, llovía como no recordaba haber visto llover jamás.